Tristes
y oscuros días son los que vivimos. El año 2020 quedará en los registros como
uno de los más funestos de nuestras vidas. El país, el mundo entero, volcado
por tremenda peste que, como azote, nos recuerda quiénes somos y lo que estamos
haciendo con nuestra casa: el universo. Pero ¿podrá el hombre un día
escarmentar? ¿Podrá superar su peor peste, su peor enfermedad, su peor tara: la
estupidez? Y porque no es la primera vez que somos castigados con una pandemia
como ésta, valga por ello hacer memoria de las pestes que han asolado a nuestro
pueblo, el señorío del Jorobado: Tepotzotlán.
Aunque se habla en anales y códices de pestes que cundieron en
el valle del Anáhuac, es información somera, sobre todo si se le quiere
relacionar directamente con nuestro pueblo. Claro que prudente es pensar que de
manera crónica, eventualmente, los
pueblos antiguos fueron fustigados por diversidad de pandemias. Una de ellas, fue
la viruela traída por los españoles, de espantosas resultas para los pueblos
mexicanos. Sin embargo, poco después de consumada la invasión hispana, en 1581,
y según recoge en su libro la maestra Concepción Peza Puga, azotó a Tepotzotlán
una terrible peste, misma que dejó gran mortandad en nuestra demarcación y sus
pueblos aledaños, por lo cual hizo que
se mudase el colegio jesuita a Puebla. No fue sino hasta 15 años después que los jesuitas
volvieron a éste, su más entrañable noviciado. Mario Colín, en la enciclopedia
mexiquense, nos refiere que en 1607 una nueva peste afectó al pueblo del dios
jorobado y anota que murieron “900
indios del señorío (de Tepotzotlán)” a causa de esta enfermedad vinculada a
cierto sarampión deiarréico llamado cocoliztli.
Los muertos fueron en su
mayoría otomites, si atendemos las noticias que de la misma nos da el padre Francisco Javier Alegre. Los novicios
jesuitas, en esta pandemia, preparaban comida y medicinas dentro del colegio,
que a la postre repartían personalmente entre los enfermos, llegando en sus
caminatas a lo más recóndito de nuestra sierra. Una peste más, según estudios
de Pablo Ceuleneer, sucedió en Tepotzotlán en el año de 1630, a causa de “la
humedad, del hambre y de la corrupción”. También en ella se distinguieron los
jesuitas, muriendo algunos de ellos en la faena, como un tal Sancho de Baraona,
natural de Guatemala.
Pero de entre todas estas desgracias, la que quedó grabada
como la más funesta en la memoria de los tepotzotlecas, fue la peste matlazáhuatl,
o tabardillo (como le llamaban los españoles), acaecida en 1737, y que hirió a
todo el país, principalmente a las Ciudades de México y Puebla, en donde, a
causa de la mortandad, se juntaban en las calles montones de cadáveres que o
bien se rociaban con cal o bien se les prendía fuego a mitad de la noche.
Tepotzotlán parece haber sufrido sobremanera las consecuencias de esta peste
terrible y de ella quedó, como ya se ha dicho, una nutrida tradición oral que
ha sobrevivido de generación en generación casi por más de doscientos años. A
causa de las tenebras que actualmente nos abrazan, hoy más que nunca le
remembramos. Por supuesto, esta
tradición oral yace vinculada a una imagen mítica que a la fecha resguardamos
en nuestro municipio: El Santo Señor del Nicho. Aunque, en honor a la verdad,
hemos de decir que a esta escultura cierto anticuario la relacionó con los
franciscanos que llegaron primero a Tepotzotlán. De ser el caso, El Señor del
Nicho habrá obrado milagros en la peste
de 1581 y por supuesto en las sucesivas. Pero el pueblo, rey único de sus
tradiciones, relaciona a la imagen de pasta de caña con el matlazáhuatl.
Incluso le veneran en municipio vecinos, como Coyotepec, Teoloyucan o el
mismísimo Cuautitlán. Y hubo una época, antes de las guerras de independencia,
en que le visitaban de demarcaciones más alejadas.
Si bien es muy poco lo que en registros y fojas obra sobre
el matlazáhuatl en Tepotzotlán, y el trabajo arqueológico, que podría dar luz
sobre el asunto, ha sido, como todo en este país, desdeñado, de manera singular
han quedado ciertos hechos en las leyendas de nuestro pueblo. Se dice al
respecto, que la peste cundió desde la Ciudad de México y que fueron los
arrieros y comerciantes la que le trajeron a Tepotzotlán, aunque algunos otros
achacan a los evangelizadores el haberla trasmitido, en ambos casos, sería por
ende fácil explicar que en poblados lejanos como Cañada de Cisneros (Momoxtlán)
o Santiago Cuautlalpan, llegara la peste. La mortandad fue terrible, y a
diferencia de las veces anteriores, asesinó por igual a indios, mestizos,
gachupines, criollitos e incluso a los esclavos negros que laboraban en las
haciendas jesuitas. Carretones repletos de muertos llegaban al antiguo panteón
novohispano (emplazado muy cerca del actual panteón viejo) y los sepultureros
no se daban abasto abriendo agujeros aquí y allá. Por ello, contraviniendo a
las leyes religiosas, las autoridades civiles tuvieron que tomar la decisión de
abrir largas y anchas zanjas donde arrojaba a los cadáveres apestados y se les
rociaba con cal antes de echarles la tierra encima.
Casi se acaba Tepotzotlán
de tantos muertos. Hombres, mujeres, niños, ancianos, a diario nutrían a los
zopilotes. Los más desvalidos muchas veces morían dentro de sus casas sin que
nadie los asistiera y era la putrefacción de sus carnes la que avisaba de la
muerte a sus vecinos. Ya por perdido se daba a nuestro pueblo e incluso los
jesuitas, que también fallecían a manojos, amenazaban con irse del colegio,
cuando uno de ellos, cuyo nombre no quedó para la historia, pero que se dice
dictaba misa en la adjunta parroquia de San Pedro, consiguió la imagen del Santo
Señor del Nicho, la cual trajo a nuestro pueblo al principiar el mes de
septiembre de 1738. Aunque algunos erróneamente dicen que este cristo es
español, lo cierto es que la técnica de su factura, pasta de caña de maíz, lo
delatan como mexicano. El jesuita llamó a los pocos pobladores que aún se
mantenían sanos, y los instó a llevar la imagen en andas y en solemne procesión
por los diversos barrios de Tepotzotlán, acto que duró una jornada completa. A los pocos días, el matlazáhuatl fue
amainando sus garras perversas de nuestro pueblo. Se enteraron en las comarcas
serranas, y fueron a pedir al cristo y lo llevaron en idéntica procesión que
les hizo, igualmente, el milagro salvatorio. La fama cundió, y desde otros
pueblos vecinos, y no tan vecinos, comenzaron a llegar creyentes que llevaron
el testimonio del milagro a sus comunidades. Así se salvó Tepotzotlán del
matlazáhuatl y el Santo Señor del Nicho se hizo de su fama imperecedera. Al
finalizar la terrible peste, el panteón novohispano fue cancelado y derruido,
tomándose como de mal agüero acercarse a ese solar. Un nuevo panteón fue
construido y es el que subsiste a la fecha.
De estas pestes de matlazáhuatl existió un rebrote entre 1760 y 1762,
aunque no fue tan devastador como en la primera refriega.
De sus altos y esbeltos campanarios,
Que con cristianas cruces se coronan,
Se desprenden los toques funerarios,
Que espanto y duelo sin cesar pregonan.
En vano abren los templos solitarios,
Sus naves que las gentes abandonan,
Porque la peste fiera y despiadada,
Lleva doquier su sombra envenenada.
Lívidos, insepultos, hacinados
En desnudez que hasta el pudor ofende,
Yacen por donde quiera abandonados,
Rígidos cuerpo que ninguno atiende,
Ya por hambrientos perros devorados
Ya por banda de buitres que desciende
Y no perdona en su apetito inmundo
Al que ha expirado ya, ni al moribundo.
(Fragmento
de La Calle del Ángel (La peste en México) del poeta Juan de Dios Peza)
Artículo escrito por Juan de Dios Maya Avila, El Jorobado de Tepotzotlán. Abril del 2020
Excelente artículo. Un gran abrazo.
ResponderEliminarMaravilla vivir en Tepotzotlán, y conocer su historia.. gracias
ResponderEliminar