miércoles, 12 de septiembre de 2018

AMOR Y TERROR


En el templo de San Diego de Alcalá los detalles siempre son ajenos a sus visitantes. Únicamente al mediodía penetra algo de luz necesaria para relumbrar los altares y así los óleos adosados a los muros se hacen un poco visibles. Cuando declina el sol durante las horas de la tarde, comienza otra vez la penumbra. Pudiera decirse que es la misma de la mañana, pero no, la matutina es tenue y en cambio la de las últimas horas hace sentir su pesadez que acrecentará hasta la noche. Al final del pasillo derecho existe una capilla con el piso colmado de lápidas. Cadáveres prominentes que custodian el lugar. En el muro más escondido, contrapuesto al pequeño altar, cuelga a media altura el cuadro de una virtuosa virgen. Camina por la brecha, apurada, alejándose de una ciudad ardiente que fue su prisión. De sus pies de niña mana sangre y esa sangre mancha la hierba filosa; un sayo de polvo apenas le viste las carnes blancas, blancas de los pies hasta el cuello, hasta el pálido rostro, un rostro que presume la mueca de las calaveras pero ni esa supuesta muerte lo desmerece: las sombras no quiebran su belleza, la velan acaso.
Templo de San Diego de Alcalá en la Ciudad de Guanajuato

Esa bella aparición llegó junto con su madre al Valle de Santiago. Su madre estaba loca. A la gente de allí no le gustó la presencia de esas mujeres, que para colmo, ocuparon una cueva en las Siete Luminarias, aquel joyel de volcanes a mitad del valle. Seis días anduvieron entre los ranchos y mendigaban comida. Una mañana, cuando el mercado hacía plaza en Valle de Santiago, la madre llevó a su hija para venderla. Un clérigo fue el primero en fijarse en tal situación. Lejos de reprender a la madre, que de poco hubiera servido, se acercó para ofrecerle unas monedas por la muchacha y así aventajó a cualquier otro perverso. La madre loca huyó por las brechas polvorientas, entró hasta lo profundo de su cueva y ya no salió.
El religioso llevó a la huérfana al convento de Irapuato donde las monjas la bautizaron con el nombre de Blanca. Durante seis meses Blanca realizó las tareas monacales en silencio, perdida en sí misma. Las monjas pensaron que sufría la enfermedad de su madre. Les atemorizaba el aspecto cadavérico y el tono pálido de su piel durante las noches en que deambuló por la huerta, pálida, paciente. Una de esas noches en las praderas que circundan a Irapuato retumbaron tres rugidos de culebrina seguidos del barullo escandaloso de un tumulto. Rodeaban a la villa milicias harapientas guiadas por sacerdotes y capitanes apóstatas. Irapuato se entregó sin oponer resistencia. Uno de los capitanes de ese novísimo ejército, Juan Aldama, realizó el cateo en los sitios importantes, recabando pertrechos y víveres. Así fue que llegó al convento y en el umbral del patio quedó prendado a la mirada ensombrecida de Blanca. Quizá distinguió su destino o reconoció algún secreto oculto. La hija de la Locura se fue con aquel jinete. Las monjas se indignaron, aunque más de una sintió peculiar alivio.
...Le llamaban la Hija de la Locura....

En cuanto arribó a Guanajuato aquel ejército se propuso asaltar la Alhóndiga. Allí se fortificaron las familias españolas. Juan Aldama, antes de ponerse a la cabeza de su sección, quiso cumplir un deseo por si no sobrevivía a la batalla. No dejar morir la imagen de la mujer que le había prendado. Ordenó le llevaran a un maestro pintor y en un cuartucho de la plaza de San Roque, le encomendó al artista un cuadro donde la huérfana encarnara su santidad. Blanca ocupó su sitio en una silla mientras en la dimensión celestial se preparaban a recoger el trigo a punto de segarse en esa sangrienta hora.
De vez en vez los muros del cuarto retumbaban al fragor de los cañones. El fiel artesano intentaba que no se le moviera el trazo con tanta temblorina y sólo se detuvo cuando las trompetas llamaron a degüello: en un segundo provino a su cabeza la imagen de tanta muerte. Al cielo los oscurecieron nubes de polvo y pólvora. Un silencio breve anunció el final de la masacre. Le siguieron gritos de júbilo, ráfagas de obuses. A medianoche el capitán Aldama llegó al local de San Roque. El uniforme batido en sangre. Su tropa había sido valerosa y una de las primeras en penetrar la Alhóndiga. De rodillas agradeció a la Blanca tomándola de la mano. El pintor mostró su cuadro y aunque faltaba afinar varios detalles, agradó al capitán. Días después los insurgentes emprendieron la marcha de su campaña. Aldama dejó en custodia a su Blanca con los frailes de San Diego de Alcalá de cuyo convento era prior aquel sacerdote que comprara a la niña en el Valle de Santiago.
El insurgente Juan Aldama se prendó de ella
Durante las noches —siempre las noches— Blanca se paseaba por el huerto, mirándose en las aguas cristalinas de la fuente y mirando el reflejo de un cielo que ella reconocía. Las primeras semanas los partes siempre daban noticias favorables de los insurrectos. No pudo dejar de alegrarse cuando uno de los frailes se angustió porque los insurgentes estaban por tomar la capital del reino. Juan Aldama le escribía siempre para agradecerle por las varias veces que en su nombre pudo escapar al veneno de una bala y a la inclemencia de las espadas y recordó el sueño en que la miró a ella, majestad de belleza, dominar los horizontes, única Gobernadora de la tierra. Y confesó que aunque sus compañeros seguían cargando el antiguo estandarte del templo, él ya sólo creía en ella.
Poco después, en dos batallas casi se extinguió el ejército insurgente. A los principales cabecillas los capturaron en su éxodo por el desierto. Entre ellos estaba el recién ascendido teniente general Juan Aldama. Lo llevaron primero que a los otros al paredón. Sus jefes y subalternos le miraron, asomados a las ventanas de sus celdas. Dos de ellos le emocionaron profundamente antes de arribar al cadalso: el general Allende, su gran amigo, quien lo despidió con un saludo marcial y su hermanito Ignacio, a quien él había arrastrado a esa guerra aprovechándose, quizá, de la devoción que se profesaban. Sin embargo, su hermano le sonrió por última vez, aferrado, como un niño, a los barrotes.
En esta jaula pendió la cabeza de Aldama, en las otras cuatro esquinas de la Alhóndiga, estuvieron las de Hidalgo, Allende y Jiménez

Juan Aldama en el suplicio no delató a nadie. Así que murió en paz. En un momento incluso creyó ver los ojos terrenales de su virgen. En la primera descarga una bala se le incrustó en el pecho. Para la tarde los demás estaban en iguales condiciones. La furia de sus enemigos resultó farisea y a cuatro cadáveres los arrastraron hasta el patio del cuartel y allí los decapitaron. Eran los principales jefes de la revuelta. Enviaron las cabezas a Guanajuato dentro de jaulas de hierro.
La noticia se propagó en la ciudad. Las autoridades construyeron un tinglado frente a la Alhóndiga y llamaban a la gente a hacer presencia. Blanca se acercó por un callejón. Miró de lejos. Un hombre sobre el templete sostenía un bulto con la mano. El redoble de tambores ensordeció a la turba. Pronto calló la batería y una voz fuerte gritó: ¡el traidor Juan Aldama! Blanca se abrió paso entre la gente y llegó a primer término junto al heraldo que sostenía la jaula de hierro, dentro de la cual, decían, estaba la cabeza de Juan. Ella observó bien y no lo quiso creer, reconoció un cráneo del que apenas colgaban con esfuerzo algunos músculos, algo de piel, un oído, ninguno de los ojos. Y horriblemente, como si fueran partes de una máscara vieja, los labios aferrándose al cuero. Blanca ya no despegó la mirada de esa boca. Siguió al hombre encargado de resguardar las mortajas en una carroza y antes de que éste las entregara a los soldados, ella le suplicó que se le permitiera unos momentos la de Juan Aldama. Al heraldo no le importó y le permitió hacer a la muchacha. Blanca se reclinó y de algún modo metió los dedos en la jaula para acercar la cabeza de Juan y se aproximó para rozar esos labios muertos.
!Cuánto sufrió Blanca ante su amante decapitado!

Los verdugos ordenaron colgar las cuatro cabezas en cada esquina de la Alhóndiga. A la medianoche, los sacerdotes mandaron traer a Blanca que se estuvo todo ese tiempo debajo de la cabeza que a ella le interesaba. Cuando llegó al convento, penetró por los pasillos hasta la capilla donde miró en el muro oscurecido el oleo con su propia imagen. Sin prisa se escabulló hasta llegar a la huerta. Su palidez entonces adquirió prematuros tonos cárdenos. Revisó uno a uno los árboles del huerto. Al pie del olmo viejo sacó de entre sus vestiduras una soga y al momento siguiente su mortaja pendía de un lado a otro.
En  la mañana, poco antes de la hora del primer rezo, los religiosos coincidieron en la huerta donde se llenaron de sorpresa al ver aquella huérfana ahorcada en el olmo. Dos de ellos la descolgaron y ella no dejó de mirar con ojos ciegos a su alrededor. Los frailes prefirieron evitar el escándalo que aquel suicidio suscitaría y ante todo pensaron en impedir la clausura temporal de su convento. Resolvieron que lo mejor era deshacerse del cadáver, que además no podía seguir allí, sobre la tierra sacrosanta del templo. Montón de piedras, masculló la muerta. Nadie la escuchó.
Los monjes esperaron a que oscureciera. Transcurrió el tiempo y el cadáver comenzó a expeler siniestros aromas. El mismo sacerdote que comprara a la niña, se encargó de meter la mortaja dentro de un saco. En cuanto no hubo luz que los delatara, el fraile condujo su encargo por un pasillo subterráneo sólo conocido por él. Aquel siniestro cortejo salió por los desagües hasta los barrancos de la Sirena. El sacerdote cargó sobre su lomo a la Blanca y tomó el rumbo de la sierra.
Hallaron el cadáver de Blanca colgada de un olmo...

Antes del embate de los primeros rayos del alba llegaron a un cerro. Cerca de la cima, el fraile sintió que el fardo se retorcía y lo recostó con la esperanza de haber cargado una moribunda y no una muerta. Deshizo el costal y el cadáver floreció al exterior. 
—Recárgame en aquellas piedras.
Pidió la mortaja con un susurro frío. El sacerdote, sin querer reconocer a quien le hablaba, creyó que era Blanca y obedeció. De manera tierna la acomodó cuidadoso de no lastimar el cuello torcido. Así, con el rostro de lado y la lengua de fuera, aquella imagen prosiguió:
—No sientas pena. Crees que el temblor no valió sino para dejar sembrados los campos de muertos: haz una bandera con un paño de sangre, impronta una cruz negra con un cráneo al frente y entrégala al primero que se detenga a preguntarte la dirección de su vida. Muchos lo han de seguir cuando ondeé mi bandera al atravesar los campos en fuga.
La que hablaba tuvo que detenerse un momento porque el rostro comenzó a chupársele, de los pómulos a las mejillas y la cuenca de los ojos. El cuello se enflaqueció al tiempo que un olor más horrible impregnó el aire. Sólo entonces el sacerdote se llenó de terror
—Embalsama pronto este cuerpo, no resisto la peste —rogó—. Yo voy a subir y desde la mitad del cielo ayudaré mejor. A la mortaja déjale el vestido de monja y enséñale a los que sobrevivan esta cueva, vengan a orar, dejen sus ofrendas cerca de la montaña.
"Embalsama pronto mi cadáver que no resisto la peste..."

La boca de la Blanca quedó abierta y no dijo más palabras. Su criado le cerró los ojos y la metió a una cueva cercana a la cima y en cuanto terminó de preservar la mortaja, arrancó un paño al hábito de Blanca y lo tiñó de rojo y dibujó sobre la tela ensangrentada una cruz negra y sobre la cruz negra pintó un crucifijo de fémures blancos y en el corazón del crucifijo un cráneo.
Bajó con la bandera en dirección a la ciudad. Al poco de andar, cerca de una cañada, miró a dos jinetes que cabalgaban con apremio. Los jinetes detuvieron su tropel en aquella bifurcación. No sabían qué sendero tomar. El sacerdote siguió su paso sin intención de hablar con esos fugitivos. Uno de ellos espoleó su caballo en dirección del maltrecho caminante y al llegar ante él le preguntó por el camino a Salvatierra. De súbito, el siervo de Blanca comprendió. Tras de ofrecerle los mejores consejos a ese jinete sobre los rumbos que debían tomar para no ser aprehendido, le pidió llevara el lábaro de la calavera y trató de explicarle sobre los mandatos de una muerta. El otro jinete, que esperaba en el cruce, gritó: ¡Apúrate, Rayón, que nos alcanzan! Y el portador huyó, azuzado por su compañero, con la bandera del Batallón de la Muerte.
La bandera del Batallón de la Muerte, hecha en honor a Miguel Hidalgo, reemplazó al estandarte de guadalupano de los insurgentes 





Juan de Dios Maya Avila (Tepotzotlán, 1980) Fue miembro del consejo editorial de la revista El Burak auspiciada por la uam y por la Fundación Cultural Pascual. Formó parte de la redacción del suplemento de libros Hoja por Hoja del periódico Reforma. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en los periodos 2006-2007 y 2007-2008. Ganó el Concurso Internacional de “Cuento, Mito y Leyenda Andrés Henestrosa 2012” con la obra La venganza de los aztecas (mitos y profecías) misma que publicó la Secretaría de Cultura de Oaxaca y a la cual pertenece el cuento que hoy publicamos “Amor y Terror”. Este año, 2018, la editorial Resistencia publicó su libro de cuentos eróticos Sobóma y Gonorra.