jueves, 23 de abril de 2020

TEPOTZOTLÁN Y LA PESTE



Tristes y oscuros días son los que vivimos. El año 2020 quedará en los registros como uno de los más funestos de nuestras vidas. El país, el mundo entero, volcado por tremenda peste que, como azote, nos recuerda quiénes somos y lo que estamos haciendo con nuestra casa: el universo. Pero ¿podrá el hombre un día escarmentar? ¿Podrá superar su peor peste, su peor enfermedad, su peor tara: la estupidez? Y porque no es la primera vez que somos castigados con una pandemia como ésta, valga por ello hacer memoria de las pestes que han asolado a nuestro pueblo, el señorío del Jorobado: Tepotzotlán.
Aunque se habla en anales y códices de pestes que cundieron en el valle del Anáhuac, es información somera, sobre todo si se le quiere relacionar directamente con nuestro pueblo. Claro que prudente es pensar que de manera crónica,  eventualmente, los pueblos antiguos fueron fustigados por diversidad de pandemias. Una de ellas, fue la viruela traída por los españoles, de espantosas resultas para los pueblos mexicanos. Sin embargo, poco después de consumada la invasión hispana, en 1581, y según recoge en su libro la maestra Concepción Peza Puga, azotó a Tepotzotlán una terrible peste, misma que dejó gran mortandad en nuestra demarcación y sus pueblos aledaños, por lo cual  hizo que se mudase el colegio jesuita a Puebla. No fue sino  hasta 15 años después que los jesuitas volvieron a éste, su más entrañable noviciado. Mario Colín, en la enciclopedia mexiquense, nos refiere que en 1607 una nueva peste afectó al pueblo del dios jorobado y anota que  murieron “900 indios del señorío (de Tepotzotlán)” a causa de esta enfermedad vinculada a cierto sarampión deiarréico llamado cocoliztli.


Los muertos fueron en su mayoría otomites, si atendemos las noticias que de la misma nos da el  padre Francisco Javier Alegre. Los novicios jesuitas, en esta pandemia, preparaban comida y medicinas dentro del colegio, que a la postre repartían personalmente entre los enfermos, llegando en sus caminatas a lo más recóndito de nuestra sierra. Una peste más, según estudios de Pablo Ceuleneer, sucedió en Tepotzotlán en el año de 1630, a causa de “la humedad, del hambre y de la corrupción”. También en ella se distinguieron los jesuitas, muriendo algunos de ellos en la faena, como un tal Sancho de Baraona, natural de Guatemala.
Pero de entre todas estas desgracias, la que quedó grabada como la más funesta en la memoria de los tepotzotlecas, fue la peste matlazáhuatl, o tabardillo (como le llamaban los españoles), acaecida en 1737, y que hirió a todo el país, principalmente a las Ciudades de México y Puebla, en donde, a causa de la mortandad, se juntaban en las calles montones de cadáveres que o bien se rociaban con cal o bien se les prendía fuego a mitad de la noche.


Tepotzotlán parece haber sufrido sobremanera las consecuencias de esta peste terrible y de ella quedó, como ya se ha dicho, una nutrida tradición oral que ha sobrevivido de generación en generación casi por más de doscientos años. A causa de las tenebras que actualmente nos abrazan, hoy más que nunca le remembramos.  Por supuesto, esta tradición oral yace vinculada a una imagen mítica que a la fecha resguardamos en nuestro municipio: El Santo Señor del Nicho. Aunque, en honor a la verdad, hemos de decir que a esta escultura cierto anticuario la relacionó con los franciscanos que llegaron primero a Tepotzotlán. De ser el caso, El Señor del Nicho habrá  obrado milagros en la peste de 1581 y por supuesto en las sucesivas. Pero el pueblo, rey único de sus tradiciones, relaciona a la imagen de pasta de caña con el matlazáhuatl. Incluso le veneran en municipio vecinos, como Coyotepec, Teoloyucan o el mismísimo Cuautitlán. Y hubo una época, antes de las guerras de independencia, en que le visitaban de demarcaciones más alejadas.


Si bien es muy poco lo que en registros y fojas obra sobre el matlazáhuatl en Tepotzotlán, y el trabajo arqueológico, que podría dar luz sobre el asunto, ha sido, como todo en este país, desdeñado, de manera singular han quedado ciertos hechos en las leyendas de nuestro pueblo. Se dice al respecto, que la peste cundió desde la Ciudad de México y que fueron los arrieros y comerciantes la que le trajeron a Tepotzotlán, aunque algunos otros achacan a los evangelizadores el haberla trasmitido, en ambos casos, sería por ende fácil explicar que en poblados lejanos como Cañada de Cisneros (Momoxtlán) o Santiago Cuautlalpan, llegara la peste. La mortandad fue terrible, y a diferencia de las veces anteriores, asesinó por igual a indios, mestizos, gachupines, criollitos e incluso a los esclavos negros que laboraban en las haciendas jesuitas. Carretones repletos de muertos llegaban al antiguo panteón novohispano (emplazado muy cerca del actual panteón viejo) y los sepultureros no se daban abasto abriendo agujeros aquí y allá. Por ello, contraviniendo a las leyes religiosas, las autoridades civiles tuvieron que tomar la decisión de abrir largas y anchas zanjas donde arrojaba a los cadáveres apestados y se les rociaba con cal antes de echarles la tierra encima.


Casi se acaba Tepotzotlán de tantos muertos. Hombres, mujeres, niños, ancianos, a diario nutrían a los zopilotes. Los más desvalidos muchas veces morían dentro de sus casas sin que nadie los asistiera y era la putrefacción de sus carnes la que avisaba de la muerte a sus vecinos. Ya por perdido se daba a nuestro pueblo e incluso los jesuitas, que también fallecían a manojos, amenazaban con irse del colegio, cuando uno de ellos, cuyo nombre no quedó para la historia, pero que se dice dictaba misa en la adjunta parroquia de San Pedro, consiguió la imagen del Santo Señor del Nicho, la cual trajo a nuestro pueblo al principiar el mes de septiembre de 1738. Aunque algunos erróneamente dicen que este cristo es español, lo cierto es que la técnica de su factura, pasta de caña de maíz, lo delatan como mexicano. El jesuita llamó a los pocos pobladores que aún se mantenían sanos, y los instó a llevar la imagen en andas y en solemne procesión por los diversos barrios de Tepotzotlán, acto que duró una jornada completa.  A los pocos días, el matlazáhuatl fue amainando sus garras perversas de nuestro pueblo. Se enteraron en las comarcas serranas, y fueron a pedir al cristo y lo llevaron en idéntica procesión que les hizo, igualmente, el milagro salvatorio. La fama cundió, y desde otros pueblos vecinos, y no tan vecinos, comenzaron a llegar creyentes que llevaron el testimonio del milagro a sus comunidades. Así se salvó Tepotzotlán del matlazáhuatl y el Santo Señor del Nicho se hizo de su fama imperecedera. Al finalizar la terrible peste, el panteón novohispano fue cancelado y derruido, tomándose como de mal agüero acercarse a ese solar. Un nuevo panteón fue construido y es el que subsiste a la fecha.  De estas pestes de matlazáhuatl existió un rebrote entre 1760 y 1762, aunque no fue tan devastador como en la primera refriega.

De sus altos y esbeltos campanarios,
Que con cristianas cruces se coronan,
Se desprenden los toques funerarios,
Que espanto y duelo sin cesar pregonan.
En vano abren los templos solitarios,
Sus naves que las gentes abandonan,
Porque la peste fiera y despiadada,
Lleva doquier su sombra envenenada.
Lívidos, insepultos, hacinados
En desnudez que hasta el pudor ofende,
Yacen por donde quiera abandonados,
Rígidos cuerpo que ninguno atiende,
Ya por hambrientos perros devorados
Ya por banda de buitres que desciende
Y no perdona en su apetito inmundo
Al que ha expirado ya, ni al moribundo.


(Fragmento de La Calle del Ángel (La peste en México) del poeta Juan de Dios Peza)

Artículo escrito por Juan de Dios Maya Avila, El Jorobado de Tepotzotlán. Abril del 2020