miércoles, 11 de diciembre de 2019

LA MOMIA DE TEPOTZOTLÁN



Las momias siempre causaran fascinación, e incluso idolatría, entre los seres humanos. Vamos desde las más antiguas (por momificación artificial o artesanal), en el Chinchorro, Chile, hasta las de fama mundial, por supuesto, las de Egipto, pasando por el país que presume de tener la mayor cantidad de momias: Perú, donde, en tiempo incaicos, se les rendía culto. México también es célebre por sus momias. Destacan, por supuesto, las de Guanajuato, pero las hay virreinales en San Ángel y decimonónicas en Tlayacapan y Caltimacan, Hidalgo. Éstas últimas, por cierto, de origen otomí. Al norte del país se han encontrado momias prehispánicas, también en Querétaro (la afamada Pepita) e incluso se halló un xoloiztcuintle momificado en Coahuila. Pero la momia que ahora nos atañe vive en una vitrina del Museo Nacional del Virreinato, en Tepotzotlán.

Poca gente sabe de ella, y pasan inadvertidos ante su mórbida mortaja, a pesar de la elocuencia de la misma, que empuña una espada en su mano izquierda, usa casco hispano y celestial armadura romana según la imaginería barroca; esto es, plagada de arabescos, símbolos y oros. Si de por sí la figura es ya en sí tremenda, mayor es la sorpresa al saber que se tratan de los supuestos restos de un santo. Constancio o Constante, para ser más precisos. Así que para los católicos se trata, además, de una reliquia de ésas que obran milagros y que tanto cundieron en templos, catedrales y capillas de la Nueva España. Constante fue un cristiano del siglo V nacido en Roma, quien en sus mocedades fuera soldado y a la postre se convirtiera en sacristán de una iglesia en Ancona, región central de Italia, donde obró el humilde milagro de convertir el agua en aceite para unas candelas. Del cómo llegaron sus reliquias a México, poco sabemos, lo cierto es que las trajeron consigo los franciscanos, puesto que la dicha mortaja recibía culto en el convento grande de San Francisco, del que hoy en día sólo queda en pie el templo, sobre la avenida Madero del Centro Histórico de la Ciudad de México. Continuaré con la especulación, pues seguramente, luego de la Reforma de Juárez, se habrán salvado los restos de San Constante (suerte que no tuvo la momia de fray Servando Teresa, por ejemplo) de la destrucción y pasado a manos de particulares, mismos que le habrán donado al estado durante la conformación del hoy Museo Nacional del Virreinato. 



Para decepción de los fieles, debemos señalar que hay otra mortaja que se dice ser la “auténtica” de San Constancio en Rohrshach, Suiza. Aunque también Venecia se atribuye su posesión. Ello no quita a nuestro San Constancio de Tepotzotlán, el cual muestra signos de momificación en ciertos sectores de la mortaja, su barroquismo y belleza, puesto que además se acompaña de un bello cuadro al óleo, también de la edad de la exuberancia. Entre los vigilantes del museo, por cierto, no son pocos los que han referido haber visto a la mortaja vestida de romano y con su espada en lo alto entre las sombras nocturnas del antiguo noviciado jesuita. Su rostro, dicen, se muestra carcomido y la boca en una mueca horrenda que a más de uno ha enfermado. Resta señalar que éstas no son las únicas reliquias que el Museo Nacional del Virreinato resguarda, pues contamos entre nuestros tesoros con una astilla de la Santa Cruz, con la quijada de San Lúcido, un fémur de San Bonifacio y por si fuera poco, con restos de las falanges de San Pedro y San Pablo. Así que, por lo menos en suposición, protegidos estamos…







*Texto de Juan de Dios Maya Avila El Jorobado de Tepotzotlán