jueves, 27 de noviembre de 2025

TAUROMAQUIA TEPOTZOTLECA (lidiando jorobados)

 



A Paloma Chávez y Francisco Baca Mejía

 

En 1769,  don Ildefonso Iniesta Bejarano y Durán fue encomendado al diseño y construcción de una de plaza de toros que habría de ser de la más bella de la muy noble y muy leal Ciudad de México. La misma estaría apostada a un costado de la Plaza del Volador, casi a un paso del palacio de los virreyes. Y digo que habría sido una de las más bellas de la Nueva España, sino es porque la Mictlancíhuatl se llevara a Bejarano al mundo de las tinieblas. Y redigo que sería de las más bellas, porque ya otros portentos respaldaban el trabajo del infortunado novohispano, aunque ninguno como su obra maestra: la excelsa torre del templo de San Francisco Xavier en Tepotzotlán, joya, como lo es, del barroco churrigueresco. Este es uno de los primero datos constatados que relacionan a Tepotzotlán con la tauromaquia. Quizá —pero esto sí es mera especulación— en las haciendas de ganado mayor que pertenecieron a los jesuitas se criaran toros para la lidia, siendo que desde la llegada de los hispanos al Anáhuac, la fiesta brava sentó sus reales en nuestra tierra. Y especulo al respecto porque que antes no había gran diferenciación en los encastes, ni entre el toro de engorda y el de lidia, como sí ocurriría a partir del siglo XIX. Pedro Romero de Terreros, quien se adjudicó varias de las propiedades de los jesuitas, sí que crió toros bravos. Hará falta indagar en legajos, libros, pero sobre todo en la tradición oral, para saber si desde el siglo XVI, fuera con franciscanos, jesuitas, criollos o españoles, llegó la lidia al Tepotzotlán de nahuas y otomíes. Como dato curioso diré que en su pinacoteca, el hoy Museo Nacional del Virreinato resguarda un exvoto de 1710, donde un tal capitán Miguel de Olaechea, da gracias a su patrono, el arcángel san Miguel, por salvarle la vida ante el lance de un toro bravo que se escapó de sus corrales.

En el siglo XIX, tenemos noticias de que la familia Carrasco es dueña de la Hacienda de La Concepción en Santiago Cuautlalpan, y que dicha familia es criadora de toros de lidia, por lo menos en otra hacienda que tienen en Tlaxcala. Ninguna otra noticia tenemos del decimonónico periodo, hasta principios de los años treinta del siglo XX, cuando la lingüista Estrella Cortichs, recoge que la gente de Tepotzotlán se refiere al trapío de los toros de lidia, como širite, palabra que oyó en los labios de un peón del rancho Cuatro Milpas. Al no comprender el término —como tampoco lo haríamos nosotros hoy en día—, aquel peón le explicó a Cortichs que širite (que en la pronunciación sonaba más como xirite) era como decir “me gusta porque es un toro muy jiro, muy jirito”. Sirite, xirite, jirite, jirito: sería la ecuación en la que derivó este vocablo taurófilo del español antiguo tepotzotleca. De esta época, data la elocuente fotografía, tan conocida ya, del ruedo de tablas emplazado frente al atrio del templo de San Francisco Javier, donde en el perímetro alzado se hallan sedentes y en fila una serie de sombrerudos que contemplan como hipnotizados al matador, de boina y enfajado,  quien yace al punto de recibir el pitón izquierdo, con sus mozos, aferrándose a capote, pendientes del lance.

            Muy seguro es que en sus celebraciones patronales, los antiguos tepotzotlecas, tanto en el ayuntamiento, como en sus barrios y pueblos serreros, vivieran en pleno la fiesta brava. Y si se tienen noticias de que Ponciano Díaz lidió en Cuautitlán, qué tanto es tantito el trecho que nos separa. ¿Será que el abuelo de la torería habrá llegado a nosotros también? Y bueno, entre que andábamos en fiestas y en corridas, nos llegó un taurófilo afamado, protagonista segundón de la época de oro del cine mexicano, quien quiso hacer dehesas de los pastos de San Miguel Cañadas. A finales de los setenta y principios de los ochenta, el afamado cómico Antonio Espino “Clavillazo”, compró los terrenos donde hoy se funda el fraccionamiento Las Cabañas, para fincar un rancho de toros bravos al que iba a imponer el nombre de San Miguel, por el santo patrón de aquellas cañadas.

El proyecto fracasó, pues según Clavillazo, aquellos pastos no eran propicios para toros. Subsiste el casco del rancho (donde también hay un pequeño ruedo y allí vi colear a don Pablo Quijada), hoy propiedad de la familia Noriega, en tanto don Humberto fue uno de los vendedores consentidos de Clavillazo una vez que éste se decidiera a fraccionar las parcelas y fundar sus mentadas Cabañas. Esto lo digo de cierto, pues yo nací y crecía ahí. Don Antonio era mi vecino. Hombre tan liviano y agradable, como trinquetero. Pero he aquí una linda anécdota: el hermano de Clavillazo, de nombre Genaro, era dueño de un cortijo en Cañada Real, en el somonte de breñales de la Mesa de los Quijada. Ahí, durante cierta comida, acaecida en los años noventas de la pasada centuria, se contaba entre los comensales un vecino de Cabañas quien decía haber sido un matador afamado de la Plaza México. No diré su nombre, pero todos le sospechábamos lenguaraz. Así que entre barbacoas, tequilas y pulques, Genaro le ofreció sacarle un novillo para que presumiera el ir y venir de sus muñecas. Aquel increpado bajó al ruedo, y al ver al bicho, salió huyendo. Pero acallaron las carcajadas la valentía de un mujerón que esa tarde asistía a la comilona y que saltó al ruedo y cogió el capote y se enfrentó al burel. Como que ya antes había enfrentado un toro más bravo y cabrón (con perdón sea de la palabra): el Indio Fernández. La valiente era ni más ni menos que la gran artista plástico Marysole Wörner Baz, figura emblemática de la generación de la ruptura y quien vivió tanto de su vida y su obra en su estudio de Las Cabañas, hoy en comodato, como espacio cultural (Casa de Adobe), del también poeta y pintor (y preciado amigo mío) Salvador Miguel Álvarez Becerril. El toro, por cierto, no tumbó a la Wörner Baz.

Contrario a lo dicho por Clavillazo, nuestras tierras eran más que propicias a trapíos. Nomás que el primer “ganadero” era cómico (uno medianamente bueno, dicho sea de paso). Mas un sabedor de toros de verdad habría de llegar a enmendar la plana: don Agustín Chávez Magallón,  criador de encastes bravos, cuyo fierro está cumpliendo, cuando escribo estas líneas, 101 años de presumir, valientemente, la divisa negro y oro, que tiene origen en dos sementales legendarios: uno del Marques de Saltillo, el otro de Perladé. Desde 1948, el fierro —antes guanajuatense— pasó a manos don Agustín Chávez, hombre querido y respetado en Pueblos Altos, sobre todo en San Miguel Cañadas, dentro de cuyos lindes fincó su rancho El Azafrán. Don Agustín murió en Puebla en el año 2003 y sus restos descansan en el panteón francés de aquella ciudad. Apoyó en su carrera a varios toreros como Mariano Ramos, Eulalio López “Zotoluco”, Manolo Mejía y Joselito Huerta, éste último se casó con una de las hijas de Don Agustín: Martha Chávez. Mariano Ramos, El Torero Charro, alguna vez declaró a la prensa que se iba de pinta en la secundaria para asistir al rancho de Chávez y sería con los toros de la ganadería Ibarra que debutara un 21 de febrero de 1970 en el ruedo “La Florecita” de Naucalpan, también propiedad del criador tepotzotleca. Hoy en día, otra de las hijas de don Agustín —la más noble—, doña Paloma Chávez, con orgullo y prosapia ha sabido conservar el legado de la tauromaquia tanto en Tepotzotlán como en Puebla.

            En las décadas medieras del siglo XX, se vivía la fiesta brava con denuedo en nuestros barrios y pueblos. Estábamos, no obstante, a punto de ser mutilados por la corrupción de los gobiernos estatales, pero aún pertenecían a nuestra demarcación los únicos caseríos de raigambre que tiene ese bodrio llamado Izcalli. Entre ellos extrañamos (como nuestros todavía) al brujo Axotlán, a Huilango, Tepojaco y el que atañe a estos recuerdos: Santa María Tianguistengo, en cuya feria patronal se solían lidiar vaquillas y novillos del mentado Chávez. Un torero lírico brilló en aquellas jornadas hasta hacerse leyenda popular: Don Francisco Baca Guerrero, mejor conocido como "Farolito", quien además de hacer su arte en Santa María, paseaba su capote por los demás ruedos de nuestro municipio. Imágenes nos quedan de él, gracias a su nieto y tocayo Francisco Baca Mejía: una en grisalla rodeada de sus mozos; otra en traje de luces de azul turquesa y oro, montera en mano y el cabrioleado capote de paseo al hombro.


En fin, que mucho habrá que indagarse de nuestra herencia y relación con el rito del Minotauro y sus Teseos, en tanto somos aztecas (tepotzotlecas) mediterráneos. Baste decir que en los albores del siglo XXI, una de las últimas corridas memorables que se vivieron en nuestro pueblo, esta vez en la plaza División del Norte (que tantos orgullos nos ha dado con sus charros) del barrio de Capula, se sucedió el 15 de mayo del 2016, cuando la matadora michoacana Hilda Tenorio —quien había sufrido serias cornadas que la retiraron— hizo fama en su regreso al convertirse en la primera mujer en la historia del toreo en encerrarse con seis astados de la ganadería Brito que, para mala fortuna de la moreliana, nunca dieron coba. Aunque, y pese a que aquella tarde falló en todos los tercios de muerte, Tenorio se hizo de una oreja y así cerró uno de los últimos capítulos de toros (hasta ahora) en nuestro Tepotzotlán. Y ojalá que por tradición y ecología, no muera la tauromaquia tepotzotleca, porque como dijo aquel buey odiado: “el toreo es poesía en movimiento”.



*Texto del anticronista de Tepotzotlán, Juan de Dios Maya Avila



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