A Paloma Chávez y Francisco Baca Mejía
En 1769,
don Ildefonso Iniesta Bejarano y Durán fue encomendado al diseño y
construcción de una de plaza de toros que habría de ser de la más bella de la
muy noble y muy leal Ciudad de México. La misma estaría apostada a un costado
de la Plaza del Volador, casi a un paso del palacio de los virreyes. Y digo que
habría sido una de las más bellas de la Nueva España, sino es porque la
Mictlancíhuatl se llevara a Bejarano al mundo de las tinieblas. Y redigo que
sería de las más bellas, porque ya otros portentos respaldaban el trabajo del
infortunado novohispano, aunque ninguno como su obra maestra: la excelsa torre
del templo de San Francisco Xavier en Tepotzotlán, joya, como lo es, del
barroco churrigueresco. Este es uno de los primero datos constatados que
relacionan a Tepotzotlán con la tauromaquia. Quizá —pero esto sí es mera
especulación— en las haciendas de ganado mayor que pertenecieron a los jesuitas
se criaran toros para la lidia, siendo que desde la llegada de los hispanos al
Anáhuac, la fiesta brava sentó sus reales en nuestra tierra. Y especulo al
respecto porque que antes no había gran diferenciación en los encastes, ni
entre el toro de engorda y el de lidia, como sí ocurriría a partir del siglo
XIX. Pedro Romero de Terreros, quien se adjudicó varias de las propiedades de
los jesuitas, sí que crió toros bravos. Hará falta indagar en legajos, libros,
pero sobre todo en la tradición oral, para saber si desde el siglo XVI, fuera
con franciscanos, jesuitas, criollos o españoles, llegó la lidia al Tepotzotlán
de nahuas y otomíes. Como dato curioso diré que en su pinacoteca, el hoy Museo
Nacional del Virreinato resguarda un exvoto de 1710, donde un tal capitán
Miguel de Olaechea, da gracias a su patrono, el arcángel san Miguel, por
salvarle la vida ante el lance de un toro bravo que se escapó de sus corrales.
En el siglo XIX, tenemos
noticias de que la familia Carrasco es dueña de la Hacienda de La Concepción en
Santiago Cuautlalpan, y que dicha familia es criadora de toros de lidia, por lo
menos en otra hacienda que tienen en Tlaxcala. Ninguna otra noticia tenemos del
decimonónico periodo, hasta principios de los años treinta del siglo XX, cuando
la lingüista Estrella Cortichs, recoge que la gente de Tepotzotlán se refiere
al trapío de los toros de lidia, como širite,
palabra que oyó en los labios de un peón del rancho Cuatro Milpas. Al no
comprender el término —como tampoco lo haríamos nosotros hoy en día—, aquel
peón le explicó a Cortichs que širite
(que en la pronunciación sonaba más como xirite)
era como decir “me gusta porque es un toro muy jiro, muy jirito”. Sirite, xirite,
jirite, jirito: sería la ecuación en la que derivó este vocablo taurófilo del
español antiguo tepotzotleca. De esta época, data la elocuente fotografía, tan
conocida ya, del ruedo de tablas emplazado frente al atrio del templo de San
Francisco Javier, donde en el perímetro alzado se hallan sedentes y en fila una
serie de sombrerudos que contemplan como hipnotizados al matador, de boina y
enfajado, quien yace al punto de recibir
el pitón izquierdo, con sus mozos, aferrándose a capote, pendientes del lance.
Muy seguro es que en sus celebraciones patronales, los antiguos tepotzotlecas, tanto en el ayuntamiento, como en sus barrios y pueblos serreros, vivieran en pleno la fiesta brava. Y si se tienen noticias de que Ponciano Díaz lidió en Cuautitlán, qué tanto es tantito el trecho que nos separa. ¿Será que el abuelo de la torería habrá llegado a nosotros también? Y bueno, entre que andábamos en fiestas y en corridas, nos llegó un taurófilo afamado, protagonista segundón de la época de oro del cine mexicano, quien quiso hacer dehesas de los pastos de San Miguel Cañadas. A finales de los setenta y principios de los ochenta, el afamado cómico Antonio Espino “Clavillazo”, compró los terrenos donde hoy se funda el fraccionamiento Las Cabañas, para fincar un rancho de toros bravos al que iba a imponer el nombre de San Miguel, por el santo patrón de aquellas cañadas.
El proyecto fracasó, pues según Clavillazo, aquellos pastos no eran propicios
para toros. Subsiste el casco del rancho (donde también hay un pequeño ruedo y
allí vi colear a don Pablo Quijada), hoy propiedad de la familia Noriega, en
tanto don Humberto fue uno de los vendedores consentidos de Clavillazo una vez
que éste se decidiera a fraccionar las parcelas y fundar sus mentadas Cabañas.
Esto lo digo de cierto, pues yo nací y crecía ahí. Don Antonio era mi vecino.
Hombre tan liviano y agradable, como trinquetero. Pero he aquí una linda
anécdota: el hermano de Clavillazo, de nombre Genaro, era dueño de un cortijo
en Cañada Real, en el somonte de breñales de la Mesa de los Quijada. Ahí,
durante cierta comida, acaecida en los años noventas de la pasada centuria, se
contaba entre los comensales un vecino de Cabañas quien decía haber sido un
matador afamado de la Plaza México. No diré su nombre, pero todos le
sospechábamos lenguaraz. Así que entre barbacoas, tequilas y pulques, Genaro le
ofreció sacarle un novillo para que presumiera el ir y venir de sus muñecas. Aquel
increpado bajó al ruedo, y al ver al bicho, salió huyendo. Pero acallaron las
carcajadas la valentía de un mujerón que esa tarde asistía a la comilona y que
saltó al ruedo y cogió el capote y se enfrentó al burel. Como que ya antes
había enfrentado un toro más bravo y cabrón (con perdón sea de la palabra): el
Indio Fernández. La valiente era ni más ni menos que la gran artista plástico
Marysole Wörner Baz, figura emblemática de la generación de la ruptura y quien
vivió tanto de su vida y su obra en su estudio de Las Cabañas, hoy en comodato,
como espacio cultural (Casa de Adobe), del también poeta y pintor (y preciado
amigo mío) Salvador Miguel Álvarez Becerril. El toro, por cierto, no tumbó a la
Wörner Baz.
Contrario a lo dicho por
Clavillazo, nuestras tierras eran más que propicias a trapíos. Nomás que el
primer “ganadero” era cómico (uno medianamente bueno, dicho sea de paso). Mas
un sabedor de toros de verdad habría de llegar a enmendar la plana: don Agustín
Chávez Magallón, criador de encastes
bravos, cuyo fierro está cumpliendo, cuando escribo estas líneas, 101 años de
presumir, valientemente, la divisa negro y oro, que tiene origen en dos
sementales legendarios: uno del Marques de Saltillo, el otro de Perladé. Desde
1948, el fierro —antes guanajuatense— pasó a manos don Agustín Chávez, hombre
querido y respetado en Pueblos Altos, sobre todo en San Miguel Cañadas, dentro
de cuyos lindes fincó su rancho El Azafrán. Don Agustín murió en Puebla en el
año 2003 y sus restos descansan en el panteón francés de aquella ciudad. Apoyó
en su carrera a varios toreros como Mariano Ramos, Eulalio López “Zotoluco”,
Manolo Mejía y Joselito Huerta, éste último se casó con una de las hijas de Don
Agustín: Martha Chávez. Mariano Ramos, El Torero Charro, alguna vez declaró a
la prensa que se iba de pinta en la secundaria para asistir al rancho de Chávez
y sería con los toros de la ganadería Ibarra que debutara un 21 de febrero de
1970 en el ruedo “La Florecita” de Naucalpan, también propiedad del criador
tepotzotleca. Hoy en día, otra de las hijas de don Agustín —la más noble—, doña
Paloma Chávez, con orgullo y prosapia ha sabido conservar el legado de la
tauromaquia tanto en Tepotzotlán como en Puebla.
En
las décadas medieras del siglo XX, se vivía la fiesta brava con denuedo en
nuestros barrios y pueblos. Estábamos, no obstante, a punto de ser mutilados
por la corrupción de los gobiernos estatales, pero aún pertenecían a nuestra
demarcación los únicos caseríos de raigambre que tiene ese bodrio llamado
Izcalli. Entre ellos extrañamos (como nuestros todavía) al brujo Axotlán, a Huilango,
Tepojaco y el que atañe a estos recuerdos: Santa María Tianguistengo, en cuya
feria patronal se solían lidiar vaquillas y novillos del mentado Chávez. Un
torero lírico brilló en aquellas jornadas hasta hacerse leyenda popular: Don
Francisco Baca Guerrero, mejor conocido como "Farolito", quien además
de hacer su arte en Santa María, paseaba su capote por los demás ruedos de
nuestro municipio. Imágenes nos quedan de él, gracias a su nieto y tocayo
Francisco Baca Mejía: una en grisalla rodeada de sus mozos; otra en traje de
luces de azul turquesa y oro, montera en mano y el cabrioleado capote de paseo
al hombro.
En fin, que mucho habrá
que indagarse de nuestra herencia y relación con el rito del Minotauro y sus
Teseos, en tanto somos aztecas (tepotzotlecas) mediterráneos. Baste decir que en
los albores del siglo XXI, una de las últimas corridas memorables que se
vivieron en nuestro pueblo, esta vez en la plaza División del Norte (que tantos
orgullos nos ha dado con sus charros) del barrio de Capula, se sucedió el 15 de
mayo del 2016, cuando la matadora michoacana Hilda Tenorio —quien había sufrido
serias cornadas que la retiraron— hizo fama en su regreso al convertirse en la
primera mujer en la historia del toreo en encerrarse con seis astados de la
ganadería Brito que, para mala fortuna de la moreliana, nunca dieron coba. Aunque,
y pese a que aquella tarde falló en todos los tercios de muerte, Tenorio se
hizo de una oreja y así cerró uno de los últimos capítulos de toros (hasta
ahora) en nuestro Tepotzotlán. Y ojalá que por tradición y ecología, no muera
la tauromaquia tepotzotleca, porque como dijo aquel buey odiado: “el toreo es
poesía en movimiento”.
*Texto del anticronista de Tepotzotlán, Juan de Dios Maya Avila




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