martes, 23 de enero de 2024

Geometrías Perfectas

 



Con el cuento "Geometrías perfectas", Benjamín Hernández Miranda, originario de San Pedro Xalostoc, municipio de Ecatepec, se hizo acreedor al segundo lugar de nuestro UNDÉCIMO CONCURSO ESTATAL PENSADOR MEXICANO DE LITERATURA ESCRITA POR NIÑOS Y JÓVENES 2023.


Geometrías perfectas



En alguna parte de este cuarto a oscuras, escucho un ruido afilado, pero no logro ver nada.

Camino a tientas al fregadero, mi mano recorre una pared lisa de principio a fin. Un auto proyecta su luz sobre mi ventana y la sombra de la reja se alarga sobre el piso hasta formar un panal; siento una estampida de hormigas desfilar sobre mis brazos, en la base de mi cuello, en las piernas: la figura de perfectos hexágonos se expande hacia mí conforme la luz avanza. Cuando intento alejarme, me golpeo en la mesa y escucho que algo cae desde su superficie y se destroza. Luego, apenas, me parece escuchar un susurro que no logro entender.

Cuando la luz en la ventana desaparece, recorro el piso con mis manos y siento algo que me corta. Ahora recuerdo: deben de ser los pedazos de porcelana de la taza de mi padre, eso fue lo que cayó de la mesa. Un riachuelo de sangre me escurre por las palmas y entonces recuerdo el último día que lo vi, se fue después de tomar el té que yo le había preparado. Nunca más regresó. ¿Algún día lo hará? No, no después de darme aquella noticia. Volteo hacia la ventana, la luz de la luna refleja la silueta de un gato, ¿Será él a quien he escuchado? Coloco los pedazos de la taza sobre la mesa y me lamo las palmas, lo primero que mis labios tocan en mucho tiempo. Cuando vuelvo la mirada a la ventana, el gato ha desaparecido.

No dejo de pensar en lo sucedido: el gato, en mi padre. En mi madre. Aquella noticia, ¿fue cierta? O quizá solo es mi padre que la intenta alejar de mí. ¿Le habrá dicho a ella algo como lo que me dijo a mí? Así ella nunca más volvería a esta ruina que muere poco a poco, sola. Seguramente mi madre sufrió un par de días, nada más, y luego nunca me recordó otra vez. Después de todo, ¿quién quiere un hijo como yo?

Veo de nuevo al gato tras la ventana: siento que me necesita y yo a él, me pregunto si tendrá dueño o estará vagando en las calles sin hogar ni persona a la cual le importe, si tendrá que comer o lo único que prueban sus labios es la humedad de sus propias heridas. Me pregunto si también morirá solo en una habitación abandonada como esta. Siento el impulso de ir por él, pero me detienen esos hexágonos en la ventana, uno junto al otro, perfectos e interminables, dolorosos en la propia piel: cuando los veo, siento que puedo supurar por cada poro de mi cuerpo, como aquellos hexágonos supuran su sombra sobre el piso. Sin embargo, creo que ese gato me necesita, que no puedo dejarlo allá afuera, solo.

Me dirijo a la entrada y, al abrirla, encuentro una banqueta recién arreglada, llena de adoquines perfectos, afilados, uno detrás del otro. Vuelvo a sentir sobre la piel ese escozor y la respiración comienza a fallarme. Al alejarme de la entrada, choco nuevamente con la mesa y veo, a la luz de la calle, que toda la madera está plagada de termitas: son miles de agujeros en la madera, uno tras de otro, demasiado juntos: son diminutos ojos que me observan. Puedo sentirlos en la garganta, bajo la lengua, en la nuca, agujerándome la piel. Sin embargo, el gato ha logrado entrar a la pieza y ahora está aquí conmigo.   

Cuando se me acerca, siento como si me observara con lástima. Maúlla. Me aferro a él y siento su piel arrugada y reseca, pero no me importa. Mis dedos también detectan su pelo tieso, árido, escaso. Mientras sigo acariciándolo, siento algo húmedo y viscoso: al observarlo contra la luz, veo su piel podrida; en la cara, donde deberían estar sus ojos, una red de diminutos agujeros simétricos, perfectos como un panal de termitas. Una parte de su lomo presenta una herida por donde se desbordan, desde los huecos geométricos en la carne amarillenta, cientos de larvas que comienzan a subir por mi mano. Aviento al gato y me sacudo. A él parece no importare, quizá está acostumbrado. Una luz entra por la ventana y el panal creado por la protección metálica nuevamente se imprime en el piso. El gato, que ahora se aleja, va dejando larvas a su paso, las veo sobre los hexágonos de sombra en el piso y  siento diminutas descargas eléctricas en la piel, como si se arrastraran también sobre mi cuerpo. Aunque le digo que no lo haga, otra vez trata de acercarse a mí. Y ahí, en algún lugar imposible de precisar en esta pieza, me sigue llegando aquel susurro que no logro entender.

El gato me sigue mirando sin poder verme en realidad y, aunque no logro verlas, adivino las geometrías perfectas en su piel, las larvas cayendo desde ellas. Cuando se sube a la mesa, creo ver a mi padre sentado ahí, a un lado, tomando el té en la taza que antes estaba rota. Escucho otra vez el susurro y ahora lo entiendo: es su voz, la de mi padre, diciéndome que mi madre ha muerto, que ahora nadie cuidará de un enfermo como yo y que me quedaré aquí para siempre porque es el único lugar donde la gente de mi tipo puede estar sin dañar a nadie o dañarse ellos mismos. Nadie más vendrá por mí. Me mira con asco y no dice nada más. Por momentos, la luz me hace ver su dentadura perfecta, simétrica, dibujada en una sonrisa. O me lo ha hecho creer la oscilación de la luz. 


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