Con su cuento “Cara de guaje” la jovencita Dafne Macías Domínguez se hizo acreedora al segundo lugar de nuestro Concurso Estatal Pensador Mexicano de Literatura Escrita por Niñas, Niños y Jóvenes 2025. Dafne es originaria del bellísimo municipio suriano de Tonatico y forma parte del taller literario de la escritora Eréndira Domínguez Lealva (Ere). “Cara de guaje” es un relato conmovedor, que nos recuerda la densidad que nuestros abuelos y abuelas tienen en nosotros y cómo, de muchas maneras, viven dentro nuestro, aun cuando han partido de nuestro lado. Esperamos lo disfruten tanto como nosotros:
Cara de guaje
¡Puaj!
Eso era lo que decía Raúl cada vez que en su
plato aparecían los guajes.
—¿Otra vez guajes? ¿¡No se cansan!? —gritaba
con drama digno de telenovela.
Pero no importaba cuánto protestara, los
guajes siempre volvían.
Desayuno, comida, cena…Guajes hervidos,
asados, con sal, con chile, en salsa, en agua (¿¡agua con guaje!?) y hasta en
un tamal extraño que parecía castigo divino.
—Un día voy a despertar con cara de guaje,
¿eh? —decía mirando a todos con ojos de tragedia.
Su mamá solo levantaba la ceja.
Su papá ni lo pelaba.
Pero su abuelo… ah, su abuelo se reía.
Siempre se reía.Una tarde, mientras pelaban guajes bajo el árbol que crecía en
medio del patio, el abuelo le dijo:
—Tú te quejas mucho porque no sabes lo que
valen.
Y ahí vino la historia.
La de los bisabuelos campesinos.
La sequía.
El hambre.
El campo tan seco que hasta los sapos pedían
agua con sombrero…
Pero los guajes, ¡esos sí crecieron!
Y gracias a ellos, la familia no se murió de
hambre.
—Desde entonces, los guajes son parte de
nosotros —dijo el abuelo—. Son fuerza, son historia…
—¡Son invasión culinaria! —interrumpió Raúl—.
¡Hasta en la sopa!
El abuelo soltó una carcajada que casi lo
hace caer del banco.
—Niño dramático —le dijo—. Lo que tú tienes
no es cara de guaje… ¡es espíritu de guaje!
Esa noche, mientras cenaban (sorpresa: arroz
con guajes), Raúl se miró en la cuchara y gritó:
—¡Ya lo dije! ¡Tengo cara de guaje!
Toda la familia se rió tanto que hasta el tío
Arturo se atragantó con una semilla.
Desde entonces, Raúl dejó de quejarse tanto.
Bueno… un poquito menos.
Empezó a escupir las semillas con estilo,
como si fuera vaquero en duelo.
Y cada vez que su abuelo le decía “guaje
sabio”, él sonreía.
Pero los años pasan
Raúl creció.
El árbol de guajes dejó de dar frutos.
El abuelo partió una tarde, tranquilo, justo
bajo su sombra.
Y la casa se fue quedando en silencio.
Raúl se mudó a la ciudad, donde los árboles
tienen más cables que ramas.
La comida sabía distinta.
Y los guajes… bueno, casi no existían.
Pero a veces, solo a veces, caminando por el
mercado, los veía.
Verdecitos.Feos.Perfectos.
Compraba un puñito, los pelaba con calma, y
aunque el sabor seguía siendo fuerte, un poco raro, con esa textura de “esto no
es frijol pero tampoco fruta”, algo dentro de él sonreía.
No por el sabor.
Sino por lo que recordaba.
El patio.El árbol.La familia riendo.
El abuelo diciendo: “guaje sabio”.
Y aunque seguían sabiendo raros,
Raúl sabía algo más:No eran solo comida.Eran felicidad.Y un poquito… familia…..




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