La revolución fue un desangre y regadero
de tripas por allá y acullá. Mucho miedo se sentía en los pueblos. Tepotzotlán
padeció varias veces el paso de gavillas revolucionarias por nuestro
territorio, las más de las veces para hacerse de pertrechos, dinero y mujeres.
Sobre todo mujeres. Por eso nuestra sierra cunde de cuevitas que la gente
excavaba en cañadas y voladeros, donde escondían a las niñas en edad de
merecer. Entre más intrincada la cueva, mayor la posibilidad de conservar el
honor.
Y cómo no iba a ser
nuestro pueblo bocado predilecto de tanto gañán que oía de él, si afamado es
por su templo de oro. Habrían de pensar que la gente aquí era rica. Pero el oro
era de Dios. Bueno, de los padrecitos, que dicen que son Dios. Aunque apesten a
azufre. Con perdón sea dicho. Los demás éramos puro campesinado, de pata a ráiz
y panza retacada de frijoles y chile. Armas para defendernos no teníamos. Si
acaso alguno guardaba su rifle de chispas y ya era mucho.
Durante cierta mañana limpia y azul de 1917, entró una tropas de carrancistas a despojar a la gente de nuestro pueblo y esos jijos de su chivo padre, nos dejaron sin nada. Y como hay días en que al perro flaco se le cargan las pulgas, aquella misma tarde, para acabarla de amolar, no salíamos aún del espanto, cuando se divisó una gavilla de zapatistas que se acercaban con el mismo propósito que los carranclanes. ¿Ya que escondíamos si no quedaba nada?
Los habitantes del
pueblo, asustados y con la preocupación de que ya no tenían víveres que
ofrecer, se apertrecharon en el seminario jesuita. El sacerdote Camilo Argüello
llamó al presidente en turno, Ángel Peza, para encontrar juntos una solución y
decidieron entonces subir a la torre del templo para hacer sonar las campanas
como una medida desesperada. En el trance, Ángel Peza sacó sus prismáticos y
observó que los zapatistas estaban a escasos dos kilómetros del pueblo, por ahí
del puente viejo que se alza por rumbo de las Cuatro Milpas. "En ese
instante, el sol envió sus haces de luz al hermoso seminario, iluminando la
señorial torre. Los soldados viraron, retrocedieron y se alejaron",
recordaba en sus Memorias nuestra
querida maestra Concepción Peza Puga, hija de don Ángel.
El sacerdote y el edil no
daban crédito a lo sucedido y bajaron a comunicárselo al resto de los
tepotzotlecas quienes seguramente suspiraron de alivio. Tiempo después, uno de
los zapatista que venía en esa gavilla le confesó a gente oriunda de aquí que
aquel día venían con intenciones de saquear Tepotzotlán, pero vieron mucha
gente en la torre y que brillaban intermitentemente, como si trajeran bayonetas
o carabinas cromadas de las que no fallan. Entonces el jefe de los zapatistas
dijo "ámonos, que ahí están los carranclanes y son de a madres".






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