TEPOTZOTLÁN
(CORAZÓN DE MONTE,
JOROBADO)
i
Por el oriente,
durante la madrugada, aparecieron una, dos, tres esferas en el cielo. Ardían
apenas, tenues, como carbones encendidos. El presagio aterró a los despiertos
que se hacinaron en la plaza mayor de la recién destruida Mexico. Tres soles
iguales. Y de entre los tres ¿cuál era el que tantas plegarias y oblaciones
había recibido de la humanidad? Para los teólogos fue mirar a Dios flanqueado
por dos fantasmas idénticos.
Al
mediodía, aquel triple portento brilló en las cúpulas de las iglesias y la
catedral. Una lumbre etérea amenazó con ahogar a los cientos de testigos. A la
una de la tarde el sol que apuntaba al septentrión y el sol del costado sur,
comenzaron a ponerse negros, igual a espejos humeantes. El del norte se apagó a
las dos; el del austro sufrió la misma suerte a las tres. Al centro quedó la
verdadera bola de fuego: Enorme. Desplegaba sus tentáculos de luz, acercándose
a la tierra.
ii
Parecía un borracho, cojo, vestido
de pordiosero. Profirió palabras, susurros y los dos falsos soles se
ennegrecieron. Quiso hacer espanto en la gente y durante la madrugada, aquel rengo fabricó los signos,
dos soles falsos: un gran acto de magia. Al final, a la una en punto de la
tarde, cansado, bajó la cabeza, recitó los conjuros y se apagaron sus
falsedades. Dispuso la partida. El rumor de la muerte bramaba en aquel instante
por doquier y le exaltó el pecho descarnado: lejos escuchó graznar a una garza,
el romper de una ola, el chasquido de un cuchillo contra la piedra. Sonidos de
otra época.
Caminó
por el rumbo del ahora San Hipólito. La matanza aún se olía allí. La sangre no
se borraba del polvo; ni del viento los aullidos de cadáveres. La vieja calzada
terminó cerca de Tlacopan. En Azcapotzalco, el pordiosero se cubrió con un
manto de tigre y escogió las veredas serranas del norte. Luego de monte tras monte tras
monte, detuvo la carrera varias leguas después, al pie de un cerro encorvado.
En tiempos de la sangre, aquel cerrito lo rigió un hombre contrahecho: se
enfrentó a los españoles y murió despeñado en su propio templo. Desde la cima
del cerro se miraban las casas en ruinas de ese antiguo gobernante; sobre esas
ruinas una absurda ermita resguardaba la cruz de palo. El
rengo tiró a un lado su manto; la noche se anunciaba; la luz de la luna alumbró
su cojera: un pedazo de hueso pelado, pierna de calaca…
iii
…la pierna de la muerte misma: así
la vio en su sueño José Quinatzin, hijo del gobernante jorobado. Aunque era
profundo su cansancio despertó al momento. La noche parecía tranquila: ruidos
de cigarras, sapos, ramas crujiendo. Quinatzin reconocía las calamidades y sus
signos. De niño miró cometas, augurios de nigromantes, a su padre rodar por las
escalinatas del tecpan, con un hacha clavada en la jiba.
Su
corazón de anciano noble, corazón de príncipe, se turbó ante la presencia de
esos tres soles aparecidos en el cielo aquel día: Peor incertidumbre sintió
ante el cojo de la pata de calavera en su sueño. Supo, por supuesto, de cuál
Dios se trataba. No durmió. Salió de su choza y escuchó el lánguido correr del
río; contempló la vereda alumbrada por la luna llena. Unos pasos lo alertaron.
Algún animal venía por el extremo oscuro de la brecha. José Quinatzin se estuvo
quieto. Apareció un coyote; el fino pelaje se plateó con la luz lunar. Husmeaba
con el hocico en la tierra. Avanzó con pasos seguros. El hombre creyó que el
animal desaparecería en las tinieblas. El coyote se detuvo. José Quinatzin
abandonó su escondite y lo enfrentó; al acercarse, el animal trotó unos metros.
José lo persiguió, el coyote se hizo de lado y así se tantearon un rato por la
ribera del riachuelo. José quiso adelantarse por un atajo y dio vuelta en
cierto recodo.
Ya no encontró al coyote pero sí a un hombre, el cual, al
caminar, hizo evidente su cojera. José se paralizó al sentir cerca aquél bulto;
debió quedarse, constatar que era el Pierna de Calavera…Quinatzin huyó sobre
sus pasos. Al llegar a casa la fiebre le cortaba el cuerpo. Apenas alcanzó su
lecho. Así lo encontraron en la mañana, ardiendo en calentura. Por más remedios
que le aplicó el médico no hubo mejora.
iv
Amaneció: Pudo arder
otros tres soles, pudo aniquilar la ciudad, crecer las aguas del lago, teñirlas
de sangre… no; allí tenían su sol, amaneciendo de nuevo, se los regalaba. El
mundo para él dejó de ser. Sin ritos de sangre, sin poesía de guerra, sin
noches de locura, su espíritu lentamente retornaba a los ecos de la montaña, al
ruido del follaje, al misterio del tigre…
..…un
sendero de rocas: lo siguió hasta llegar al barranco; descendió por los agrestes
muros; abajo un río avanzaba pesadamente en la garganta. Agua cristalina.
Distinguió dos cuerpos sacudidos, ondulados por la corriente. Con unas ramas
los sacó. Eran dos víboras de cascabel. Muertas. Las extendió en la arena, sus
crótalos resonaron. Qué bellos animales, pensó el Cojo. Ambas tenían los ojos
en blanco. Se propuso encender un fuego para quemarlas; en ese momento,
percibió una agitación en el agua. Dio vuelta. Observó en la superficie un
cuerpo oscuro moviéndose con suma delicadeza. Era un pez. Paseaba al ras de la
arena dejándose calentar por el sol. El Rengo lo siguió: envidiaba el mundo
pacífico en el que ese animal se movía; añoró el reino acuático. Se sintió
cansado, dispuesto a vivir de la melancolía. Su eterno corazón, lloró.
Aquel
pez se detuvo donde un rayo del sol penetraba el agua y hacía brillar la arena
como un tesoro. El Cojo necesitaba ese cuerpo y como dios que era lo ocupó. En
el minuto siguiente sintió el sol de agua calentar sus escamas, abrió los ojos:
el mundo cristalino de las profanidades, concierto de luces y sombras azules,
no fue más un misterio. Recorrió de punta a punta el estanque. Las criaturas
que allí habitaban sí lo reconocieron y se postraron inmóviles a su paso. Debía
partir y se acercó a la orilla. Entonces
una sombra se movió en la playa. Alzó su cabeza de pez, divisó la imagen
distorsionada de un hombre...
v
El
hijo pequeño de José Quinatzin preguntó a los otomites de Capula el remedio
para su padre. Ellos le describieron una medicina simple. En cuanto la supo,
preparó su arpón y por la mañana agarró monte. En una charca singular, surtida
por un ojo de agua manado de las peñas serranas, encontró aquella carpa de buen
tamaño. La acechó en la orilla. La dócil presa pareció entregársele. Su arma
atravesó el cuerpo del animal y lo atrajo. Afuera del agua el pescado se agitó
un poco, manchó la arena de sangre. El asesino, hijo de
indio y española, no sabía quién era el coyotecarpa, el tigre, el humo mágico.
En los lindes del cerrito jorobado aquel mestizo, antes de hacer llegar el
remedio a su padre, se topó entre los huizachales al cadáver húmedo de un
pordiosero, pierna de hueso, el corazón atravesado por una lanza.
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**La última imagen
del cuento fue realizada por el artista visual Federico Ruiz