martes, 31 de octubre de 2017

MACARIO DEFORMADO





Para Gustrago (Dios), Morris (El Diablo) y el amor de mi vida (La Muerte)


Los días de muertos son los sábados, cuando los vivos se convidan de beber hasta hartarse, acaban briagos y al final duermen el sueño de los justos. Durante el domingo de resurrección, esos muertos buscan las fórmulas adecuadas que los hagan volver a la vida. Dichas fórmulas generan historias de profunda metafísica. En todo México sucede igual, en el resto del mundo es lo mismo; es imposible atender cada caso, así que revisemos uno solo: El sábado 24 de Junio, el mero día de San Juan, un baile se celebraba en la secundaria General Salvador Alvarado del pueblo de San Miguel Cañadas. Ya lo mejor del baile había pasado, los grupos musicales hacía rato dejaron de tocar y las muchachas se recogieron en sus casas por órdenes de sus papás.
El baile se celebró en el pueblo de San Miguel Cañadas...

En resumen, sólo quedaban en el lugar los borrachitos obstinados de siempre, cuyos pellejos son lo bastante fuerte para soportar el frío de la madrugada y sus almas tan necias en aferrarse a no caer aún cuando el cuerpo no da más y las corvas se quiebran. “A veces me ando cayendo y el orgullo me levanta” dijo uno de ellos en la poética medianía de la noche. Aunque cuando la muerte llega, el orgullo sucumbe, las corvas se sueltan y el borracho cae muerto de borrachera a esperar el domingo de resurrección. Justo así le sucedió a Macario. Él quería seguir bebiendo, platicando, pero de sus labios hinchados borbotaban palabras sin sentido y cada dos pasos sus rodillas besaban la tierra. Un vómito sorpresivo a mitad de la calle alertó a sus comparsas beodos de que había llegado la hora de mandarlo a su casa. El desfallecimiento lo acechaba. Entre varios lo cargaron hasta los lomos de su yegua Chula prieta, noble y viejo animal que en cuanto supo bien amarrado de la silla a su dueño, solita buscó el camino de regreso a la querencia y cruzó llanos y lomas con su jinete dormido en andas. La yegua empujó con los belfos el portón de la finca, anduvo unos pasos hasta el potrero, allí se sacudió ligeramente y el jinete cayó de lado sobre una cama de forraje que le salvó de lastimarse.
La noble chula prieta se sabía de memoria los caminos...

            Al despuntar el día, a Macario lo despertó la luz de sol que se trasminaba por las láminas del techo del potrero. Despertó muerto de una cruda…pero qué cruda, señores, ¿les parece una exageración decir muerto en cruda? Ah, no han vivido ustedes ese cruel tránsito en el cual el alma vive dentro de un cuerpo sin sentido o cuyo único sentido es el dolor, la sed, la parálisis. Se preguntarán por qué no hay un poema, un ensayo o un tratado sobre la cruda: nadie la describe porque hasta describirla duele. El primer canto del gallo le punzó las sienes a Macario. Sin pararse de su cama de forraje, estiró la mano hacia los bebederos y en el cuenco recogió algo de la pestilente agua de su yegua. Se mojó la cara y sorbió un poco con ánimos de apagar la sed. Quiso arrellanarse entre el montón de avena y olotes. La yegua soltó su vejiga y un chorro amarillo y ácido se desparramó en torrente junto a Macario quien ante la salpicadera se movió…se arrastró fuera del pesebre. Entonces intuyó que su mujer sabía que él estaba en la casa y que había llegado lo que le sigue de borracho. No traía sus botas puestas, ella se las quitó y si acaso fue capaz de dejarlo tumbado en el potrero y descalzo, seguro su venganza sería aún mayor…y sí, Macario se buscó en las bolsas del pantalón: su mujer le sacó el dinero ¡oh, tragedia, los treinta y cinco pesos justos y necesarios si se quiere resucitar en domingo! ¡Los treinta y cinco pesos que el muerto en vida ocupa si desea llegar a la fórmula secreta, a la fórmula de la resurrección, a la anhelada caguama que le devolvería la vida! Macario maldijo a su mujer…en silencio, no fuera que anduviera cerca y lo escuchara.
            Se atribuló de primeras, no obstante era un hombre y los hombres tienen por único principio nunca sucumbir a los embates de sus mujeres. Muerto y todo, parándose como pudo, rengueando y sobre su mollera el dolor de cabeza como un yunque, llegó al gallinero. Abrió la reja. Las plumíferas descollaron en parvada irrumpiendo en el mundo con su chismosa gritadera. Sólo las güajolotas se contuvieron. El güajolote es un brujo adivino y ellas supieron las intenciones de Macario. Ay, Macario, siempre debe haber un güajolote en la historia de tu vida, un güajolote como símbolo recóndito, un güajolote debajo de tu brazo que será la llave entre este mundo de luz y el otro que se esconde en las tinieblas. 

Sólo las güajolotas se contuvieron porque adivinaron sus pensamientos...

Salió Macario del gallinero con una güajolota bajo el brazo. El ingenuo pensó que la venganza contra su mujer se había consumado. Ella, que se afanaba en engordar su huilitas, que las traía con orgullo como a unas hijas. Él regalaría a una de esas “hijas” a cambio de su caguama. El señor de la tienda ni lo pensó. Se apresuró a esconder la güajolota en lo más apartado de su casa (no fuera a llegar la mujer de Macario a reclamarle) y una vez asegurada la presa, salió al mostrador donde halló aferrado a la barra al espectro de Macario:
       Ahorita te voy a dar vida.
Dijo el tendero y consumándose como un divino San Pedro, sacó las llaves del reino y con ellas abrió el refrigerador, lentamente, dejando escapar el frío chsssssss del gas helado que se disipó en el aire no sin antes llegar al rostro de Macario quien suspiró como lo hace el amante al ver a su enamorada en el jardín recóndito durante el crepúsculo bochornoso. Y como el enamorado sostiene con delicadeza el talle virginal de su novia, así, con ese cuidado religioso, recibió Macario entre sus manos el talle de vidrio de su caguama muerta que lo devolvería a la vida: esotérica paradoja.
Y prosiguiendo con el símil de los enamorados ¿acaso no esconde el novio a su amante de las miradas groseras de los otros hombres cuando caminan los trechos antes de llegar a su escondite de amor? Así Macario, con su caguama de vida. No pudo envolverla pues se calentaría. Tampoco debía llevarla al descubierto. Él era amigo de todos los borrachos del pueblo y si alguno lo cachaba con su “novia” en brazos pediría la compartieran. Qué grosero, qué vulgar y prosaico. No era una cuestión de envidia o de no saber compartir…no…era una cuestión de moral. Lo primero que hizo Macario fue salirse de la vía pública e internarse en la privacidad del bosque. Por supuesto que llegar a su casa no era una opción loable. Su mujer sin duda le confiscaría la caguama y luego de duras indagatorias sabría el destino de su güajolota e iría con el tendero San Pedro a devolverle el bien preciado a los reinos del refri y eso es antidivino, lo caído, caído, no se puede devolver la lluvia que cae, como no se pueden regresar los hijos al cielo, ni los milagros. Macario no iba a hacer pecar a su mujer. Es seguro que su esposa golpearía al tendero San Pedro por prestarse al intercambio de la güajolota y pegarle al portador de las llaves del cielo…y eso sí es ofender al eterno. Mira nomás qué risa te dan tus propios pensamientos estúpidos y enredados, Macario; cómo esconde el hombre su maldad en los escenarios infantiles de su mente.

Ay, Macario, cómo esconde el hombre su maldad en los escenarios infantiles de su mente.

Cuando el hogar y la sociedad se nos niegan, ¿qué nos queda? Tumbar con rumbo al origen…al rústico, bucólico, silvano origen; ahí donde la soledad es la reina. En San Miguel hay una cañada escondida entre frondas de encinos, cruzada a la mitad por un riachuelo de límpidas aguas. La cañada del Cuandón. Difícil es encontrar en domingo alguien que te moleste en ese paraje o eso creyó Macario. Antes de que su caguama se calentara, que perdiera su gélida faz, la llevó consigo hasta el Cuandón, se tumbó a la sombra de un encino a la orilla de río y sacó una llave con la que iba a destapar la guama. Ya el metal besaba el labio de la corcholata y estaba a punto de irrumpirla, cuando de frente, en la otra orilla, Macario observó a un anciano vestido de blanco, de cabellos y barba crecida, que le contemplaba con ojitos nobles y pedigüeños. Macario, haciéndose el occiso, dejó su lugar bajo el encino y se adelantó unos pasos más allá. Cuando creyó que el anciano había quedado atrás se sentó bajo otro árbol, llevó la llave a la corcholota y… una mano se posó sobre su cabeza. Volteó  y tras de sí miró al anciano. ¿Cómo era posible que estuviera a su lado si antes lo vio a la otra orilla del río? Macario sudó frío, apretó su caguama entre las manos, el anciano le habló:
    No te apures hijo, no soy un fantasma…o quizá sí, pero el mayor de ellos y no te haré daño. Mi nombre es Dios, soy tu padre y padre de todas las cosas que miras en este mundo, incluida esa botella que traes en las manos. Mira, hijito, al igual que sucedió en tu pueblo, ayer también hubo baile en el cielo y a mi casa fueron a tomar el Diablo y la Muerte, mis dos amigazos del alma y tú sabes cómo terminan esas visitas, nos pusimos a tomar sobre una nube y acabamos bien pero bien p…ero bien incrospidos. Hoy que desperté mis amigazos se habían ido y no dejaron dinero y estoy muerto de crudo. Quiero revivir…hazme un lugar a tu lado y comparte conmigo tu caguama y verás cómo en el momento preciso te daré alas y arpa de angelito, insignias inequívocas del perdón de tus pecados…
    Tata Dios —respondió Macario— yo te quiero mucho, eres para mí de verdad un padre, un consuelo. Con esfuerzos he leído tu libro aunque de sobra sabes que lo hiciste muy enredado, pero por eso sé que tú, si quieres, puedes tocar con tus dedos las aguas de este río y convertirlas en cerveza y si a tu hijo lo arrancaste de una cruz y lo hiciste revivir de la verdadera muerte, ¿qué es entonces ante ti esta muerte chiquita que es la cruda? Tata Dios, yo siempre he querido ser bueno, aunque siempre termino siendo malo…aún así me queda el consuelo de que tú perdonas al arrepentido y yo me arrepiento mucho de no convidarte. Como tú lo has dicho, eres el dueño de todas las cosas, incluso eras dueño de esta caguama y tú me la diste y ahora me la pides de vuelta ¿no dicen tus santas escrituras que el que da y quita con el Diablo se desquita?
    Ay, Macario. Está bien, te voy a dejar a que apures tu caguama. Verás lo que significa conocer los inescrutables e insondables caminos del señor. Te crees muy puro pero eres sucio, hijito.
Buscó un encino junto al río para beber su caguama en paz...

Y aún resonaba en el aire el “hijito” cuando el anciano aquel desapreció de la vista de Macario y éste, a pesar de anidar en su corazón un sentimiento oscuro por lo que su futuro deparaba, decidió vivir la eternidad del momento y ser feliz aunque fuera en esos pocos segundo. Buscó un abrigo pegado a las peñas y allí iba a abrir su caguama, cuando un chasquido de pesuñas le interrumpió. Venía por la cuesta un jinete en caballo oscuro. El jinete vestía de charro y sus ojos eran rojos como el sol de la tarde. Desmontó de un brinco y el caballo se perdió en la espesura del bosque. Los ojos rojos de ese hombre se fijaron en la caguama y dijo:
            —Hermanito Macario, buenas tardes, soy el Diablo. Tú me conoces, dicen que soy muy malo y lo soy. Pero ahorita vengo herido, hermanito. Ayer me subí a una nube a chupar con Dios y con la Muerte. Híjoles, mano, no sabes los pomos que inventa nuestro creador, son pura ambrosía, son una cosa que de veras te pone a ver angelitos y vírgenes a razón de once mil por cada ojo. Apenas voy despertando, mano. El viejo me dejó abandonado y se fue sin dejarme con qué curar la cruda, la cual, como sabes, es la muerte, mano, y ahora quiero revivir tantito, ya ni parezco el Diablo, siento unos trinches escalofríos que me atenazan el espinazo. Ahí veo que traes tu cagüamita. Móchate con la mitad y pídeme lo que quieras. De las mujeres más bellas del mundo aquí traigo un catálogo, escoge la que se te antoje; o quieres subir a las bardas del templo sagrado, ahorita que apuremos tu chelita yo te llevo volando hasta allá y verás qué bello es el mundo desde ese rincón o ¿prefieres oro? Haré brotar los tesoros enteros que se esconden en estos encinos y en estos trinches montes y serán tuyos. Pero abre tu caguama y móchate, mano
    Mira, mano, sí te conozco. Pero me das miedo. Si quieres dime hipócrita, pero me das miedo. No te miento, yo también he deseado ser charro, tener un buen penco y no mi Chula prieta que más que yegua parece mula ¿quién no ha querido comerse el mundo aunque sabes que el mundo es obra de Dios y entonces el mundo es Dios y que comiéndote al mundo te comes a Dios? Así te hiciste diablo, ¿o no, mi hermano? Me ofreces oro…¿Para qué, mano, si ya ves que tiene uno tantito y hasta Dios y el Diablo te lo quieren arrebatar? Tú eres el oro, hermano; el oro es el diablo y muchos de los males del hombre allí se originan, entonces por qué me entregas lo que me va a matar; el templo que me dices no lo conozco, no sé qué símbolo me ofreces, sólo conozco la iglesia de mi pueblo y ni la visito, y el amor de esas mujeres…con una me ha bastado, no creo volver a expirar ante la trampa mortal que llaman amor. Por otro lado, te pido que me entiendas, sé que eres mi hermano mayor porque nuestro padre es el mismo, ¿acaso él no te ha castigado? ¿No fue él quien te echó de nuestra casa? Pues bien, él miso me ha encargado que no te abra puertas ni ventanas y qué puedo yo hacer, hermano mayor, sino obedecer a nuestro padre. También a mí me echaría si hago caso a tus pedimentos. Déjame y si quieres con tu oro te puedes comprar la tienda de San Pedro entera, ¿para qué me pides una triste caguama?
    Está bien, Macario, te dejo. Tu alma apesta. Nomás acuérdate que el hermano mayor siempre le pega al hermano menor, carnal…

El diablo se presenta de charro elegante...

Se fue aquel charro haciendo chasquear sus espuelas y riendo fuertemente. “Qué personajes tan chistosos hay en esta barranca”, pensó Macario y por fin pudo abrir su caguama. La llevó a su boca e iba a dar el primer trago cuando a la distancia divisó una mujer caminando a la orilla del río. Su vestido era tan largo como sus negros cabellos que le servían de marco a un rostro precioso. Y largo el vestido porque la altura de la fémina era larga, igual a espiga de trigo. Sus ojos tenían la densidad de la miel de las abejas criollas, que es del color del oro aunque patinado por el humo. “Con ésta si compartiría mi caguama”, se dijo Macario y la mujer le gritó:
    Te escuché, voy a tu lado.
Y casi deslizándose sobre la hierba pronto estuvo junto a Macario.
    Sí te acepto un traguito. Me da vergüenza confesártelo, pero ayer anduve tomando con dos amigos, aunque ni tan amigos: en cuanto vieron que caí, allí mismo me dejaron tendida sobre una nube y al despertar sentía yo la maldad de la cruda en mí, algo así como si yo misma me devorara a mí misma y ando buscando la fórmula que me haga regurgitar de mis entrañas.
    Ay mujer, no te entiendo, pero hablas muy bonito. Tómale a  mi botella ahorita que no le he dado ni un trago y está sin saliva. Eres muy linda. Por acá no se ven mujeres como tú y menos en esta barranca. Cuando uno viene con mujer a esta barranca y con caguama en la mochila es a imitar lo que los chivos hacen en primavera…
La mujer tomó la botella y la apuró en sus labios. ¡Qué imagen para los ojos de Macario! Algo tan fino en un acto  tan vulgar ¿no es esa conjunción acaso la belleza?
    Lo que pasa es que crees demasiado en la pureza de las cosas, Macario, y al final por eso estás tan sucio.
    No te entiendo, aunque de veras que hablas muy bonito.
    No hablo bonito. Digo palabras que escuchaste antes. Bebe tú también que lo mereces.
Macario tomó su caguama, dio un largo sorbo y le supo distinta la cerveza porque el perfume de la saliva de esa mujer resumaba en la boca de vidrio.
    Contemplen tus ojos mortales, Macario, lo que temen los hombres…
La mujer, de pie, se deshizo de su vestido. Parvadas de aves negras se escaparon de las frondas; fieras aullaron en sus cubiles agrestes. ¿Qué miró Macario? Piernas macizas, brazos tiernos, talle enjuto, pechos como palomas acurrucadas, ombligo que era el centro del cielo, monte pálido tupido de hierba negra; hombros y clavículas, dos comienzos de la torre de marfil, el cuello, donde descansaba la cabeza de esa mujer como un templo oval y el rostro la fachada de ese templo con sus dos ventanas del color de la miel criolla ahumada, el voladero de la nariz, la puerta horizontal que es la boca, el quicio de labios rojos, tan parecidos a otra entrada, más al sur, al sur del centro del cielo, por el camino de la hierba negra que esconde otros labios, estos verticales, aunque igual de carmesí y los primero olían a la miel de la saliva y los otros a la humedad del amor. ¿Pudo pensar así de ellos Macario? Quién sabe: él, bestia rústica ajena a la poesía, sólo tomó una mujer desnuda (y eso le bastó a su alma más que cualquier verso), una mujer como nunca había visto. Una mujer aparentemente dócil, que se dejaba mirar, acariciar, tender en la cama de hojas secas debajo del árbol y Macario la abrazó con sus manos calludas y le ofrecía tragos intermitentes de cerveza a veces de la botella a veces con su propia boca.
Era una mujer muy bella...

Cuando terminaron de ser como los chivos en la primavera, la mujer cogió de la mano a Macario y juntos salieron de ese paraje, juntos dejaron atrás al pueblo de San Miguel Cañadas. “Para siempre”, pensó Macario, ese borrachito de bailes patronales al que le valió la esposa, sus hijos, sus amigos, su pueblo. “Para siempre”, le respondió la mujer. Delante de San Miguel estaba la cabecera municipal. Allí Macario conoció la casa de su nueva dueña. Una casa grande junto al panteón.
    Los muros de mi casa son tan altos como los del gran templo desde el que se mira el mudo. Sube y asómate.
Macario se asomó y miró el horizonte de cerros infinitos y dejó a la mujer cambiarle la ropa por vestidos finos y se sentó a una mesa donde sirvientes disponían los más exquisitos manjares. En lugar de caguamas, finos jarros de vino; y en lugar de güajolotas, perdices de carne blanca.
    Desde ahora me harás el amor cuando yo quiera —le dijo la mujer al terminar el banquete—. Lo harás por las noches que es cuando yo más brilló; lo harás por las noches porque las noches son mis hermanas. El resto del día no me verás pues andaré en mis labores, segando el campo. Tú, mientras, puedes hacer lo que quieras, nomás no te alejes mucho de nuestra casa. Y cuando el sol se ponga, en cuanto la oscuridad devore al mundo, vendrás a mi alcoba y si me miras de pie junto a la cabecera de la cama, me harás el amor. Ahora escucha bien, Macario, si al contrario estoy al pie de la cama no deberás siquiera tocarme y te retirarás a esperar la noche siguiente. 


La mujer tenía su casa en Tepotzotlán...

Esa misma noche Macario y la mujer hicieron el amor mas no como en la cañada. No eran las toscas hojas secas el lecho sino suaves y límpidas sábanas donde terminaron enredados. No obedecían a la premura de amarse al aire libre, sino que dedicaron el tiempo justo y necesario cada uno de los dos y se colmaron y no fue la pesada y empanzonadora briaguez de la cerveza lo que aflojó sus cuerpo; un vino generoso les acaloraba ahora la piel y les aligeraba las carnes que el sopor terminó por ablandar. A pesar de su advertencia, cada noche la mujer apareció ante Macario en la cabecera de la cama; cada noche de ésas fue deliciosa para aquel hombre que por primera vez se sintió afortunado, es más, cada una de esas lecciones de amor le limpiaron y además de afortunado se sintió, por primera vez, puro, en los hechos y no sólo de palabra.
Sin embargo, cuando alguien, sobre todo una mujer, sobre todo en el amor, establece una cláusula es porque tarde o temprano habrá de cumplirse. Cierta noche, una peculiar por cierto pues la luna se mostraba llena en el cielo y brillaba en las penumbras bajas, Macario entró a la habitación con una lubricidad mayor a la de las sesiones anteriores, la turgencia en su pantalón así lo indicaba; su mente dibujó con la minuciosidad del ansioso las estratégicas posiciones a seguir en el próximo combate, su cuerpo esperaba ser comandado para cumplimentarlas. Y allí estaba ella, pálida, desnuda, con tan sólo un velo blanco en su rostro… pero parada al pie de la cama contraria a la cabecera. Ni modo, se dijo Macario y dio media vuelta y se hubiera ido resignado sino no fuera porque al apagar la luz en señal de que lo despedía, la mujer quedó iluminada por la luna llena que irrumpió por el ventanal y al mirar de reojo, Macario se enfrentó a una desnudez de plata que hacía que el encuentro en la cañada fuera un recuerdo mediocre, es más, que cada una de aquellas noches fueran un recuerdo mediocre. Nunca vio tan bella a su dueña, ni la vería ¿Era ella misma un hilo de luz que emanado de la luna tomaba forma de mujer? Macario se abalanzó y sin obedecer los mandamientos violó la alianza. Al terminar se echó a un lado, apenado, algo triste, como quien manchó el piso limpio del templo recién que habían terminado de pulirlo. La mujer no dijo nada, se puso de pie, se visitó con ropas blancas y abandonó la habitación. Macario la siguió, primero por los pasillos de la casa, luego hacia afuera: ella salió a la calle que a esa hora de la medianoche se hallaba solitaria. Sólo irrumpían el silencio los ladridos de los perros, los cantos del ave nocturna. La mujer terciando a los animales de la noche, emitió un agudo lamento, un ¡Ayyyyy! Largo y profundo y buscó la entrada del panteón y penetró en él.
Hasta los muertos del panteón tuvieron miedo...

Macario casi la alcanza en el umbral. Ella logró escabullirse entre las tumbas y el rastro que siguió Macario fueron tres lamentos más que erizaron hasta a los muertos en sus sepulcros. Frente a un ruinoso mausoleo se detuvo la mujer y cuando sintió cerca a Macario entró al lugar cuyas verjas abrió fácilmente. Una luz amarilla, que no era la de la luna sino la del fuego, se escapaba del mausoleo. Al llegar allí, Macario miro cientos de veladoras prendidas en el piso y al centro de éstas a la mujer, con su vestido blanco, sus largos cabellos negros sueltos sobre los hombros. Sus ojos bellos de miel ahumada ya no eran tales sino dos cuencos oscuros sin órbitas oculares y las manos blancas que acariciaran el cuerpo de Macario trocadas en dos garras de uñas carcomidas. Entre esos prodigios lo más insólito fue que en lugar de piernas la mujer se sostenía sobre un par de patas de güajolota:
    No debiste violarme, no debiste seguirme. Te voy a matar, Macario.
    Dime, mujer, quién me tendió esta trampa ¿Dios o el Diablo?
    Dios y el Diablo beben y ríen dentro de mí, yo soy la muerte, Macario. ¡Ten!
Le dijo la mujer mientras extendía hacia Macario una veladora que era más chiquita que las demás, menos blanca, como chamagosa. “Ésa soy yo”, pensó Macario.
    Ésta eres tú.
Remató la mujer y sopló su respiración fétida contra la veladora que era Macario y el pábilo se apagó y un hilo de humo se elevó al cielo que Macario ya no miró.
Al despuntar la madruga del día 25 de junio, las campanas de San Miguel Cañadas repicaban al vuelo y con urgencia. Se juntó la gente en el atrio y los borrachitos del pueblo condujeron a la turba hasta el Cuandón. Entre ellos iban la esposa de Macario y sus hijos que lloraban a moco tendido. En lo profundo de la cañada, junto al río, se hallaba la Chula Prieta con las patas quebradas y un hilo de sangre brotando de los belfos. A su lado Macario, con el rostro deforme clavado en la tierra, abrazaba una caguama rota que alcanzó a comprar con sus últimos treinta y cinco pesos en el baile y con la que según él se habría de curar la cruda al otro día. Su vieja yegua perdió el camino de regreso y los desbarrancó a los dos. Y como dijo una pálida mujer de cabellos muy negros y que nadie en el pueblo conocía:
    Pues la caguama ni para Dios ni para el Diablo. 

Somos apenas flamitas que se apagan pronto...


Juan de Dios Maya Avila (Tepotzotlán, 1980) Publicó sus cuentos por primera vez en el desaparecido periódico México Hoy. Desde entonces, ha colaborado en diversas revistas, diarios y antologías literarias. Fue miembro del consejo editorial de la revista El Burak auspiciada por la uam y por la Fundación Cultural Pascual. Formó parte de la redacción del suplemento de libros Hoja por Hoja del periódico Reforma. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en los periodos 2006-2007 y 2007-2008. Ganó el Concurso de “Cuento, Mito y Leyenda Andrés Henestrosa 2012” con la obra La venganza de los aztecas (mitos y profecías) misma que publicó la Secretaría de Cultura de Oaxaca. Fue becario del Fondo para la Cultura y las Artes en el periodo 2015-2016.

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