Con la obra Eréndira, la princesa
purépecha el joven escritor Ricardo Jesús Velázquez Vargas, de 16 años,
originario de Naucalpan de Juárez, se hizo acreedor al primer lugar de nuestro
Concurso Estatal Pensador Mexicano de Literatura Escrita por Niñas, Niños y
Jóvenes 2025. La historia se basa en la legendaria princesa Eréndira Ikikunari,
quien lidero la resistecia en contra de los españoles que invadieron Michoacán
en el siglo XVI. Esperamos disfruten de este relato tanto como nosotros:
Eréndira, la princesa purépecha
En los tiempos en que el cielo aún no estaba del todo poblado de estrellas, y la tierra era joven y fértil, los dioses decidieron que debía surgir un pueblo que guardara el equilibrio entre el fuego y el agua, entre la vida y la muerte. Ese pueblo serían los purépechas.
Dicen las lenguas
antiguas que, desde el oriente, el dios del fuego, Curicaueri, envió una chispa
que cayó en el corazón de los hombres elegidos. Esa chispa era el fuego eterno,
el que nunca debía apagarse, porque representaba la fuerza del Sol y el poder
de la guerra. Junto a esa chispa, la diosa madre Cuerauáperi envió el agua
sagrada, que corría en forma de lagos y manantiales, para que el fuego no
consumiera todo, sino que lo mantuviera vivo en armonía.
De esa unión nacieron tres grandes
hombres, destinados a ser los fundadores; Hirepanz, Hiquíngare y Tangáxoan I.
Ellos eran los portadores de los dones divinos. Hirepan recibió la sabiduría,
Hiquíngare la fuerza militar, y Tangáxoan I el espíritu de mando. Los tres
fueron enviados a recorrer los montes, los ríos y los lagos, para reunir a los
pueblos dispersos que hablaban la lengua del cobre y del maíz.
Cuentan que al principio
había desconfianza, pues cada aldea adoraba a sus propios dioses, y nadie
quería renunciar a ellos. Pero cuando Hirepan encendió el fuego sagrado de
Curicaueri en lo alto del monte, y éste ardió sin apagarse, ni con la lluvia,
las personas supieron que los dioses habían escogido a sus líderes. Desde
entonces, cada comunidad debía llevar una chispa de ese fuego a sus hogares y
templos, para que nunca se rompiera la unión.
Así nació el Iréchecua
Tzintzuntzani, el señorío tarasco purépecha, protegido por el fuego de
Curicaueri y el agua de Cuerauáperi. Y desde ese día, el fuego nunca más dejó
de arder en los templos, como recordatorio de que el pueblo había sido creado
para guardar el equilibrio del universo.
Mucho tiempo después,
cuando el pueblo ya estaba unido bajo el liderazgo de los fundadores, surgió la
pregunta, “¿dónde debe estar la gran capital?”, “¿qué lugar sería digno de
guardar el fuego eterno?” Los sacerdotes le preguntaron al cielo, y las
estrellas señalaron al Lago de Pátzcuaro, espejo sagrado en el que se
reflejaban el Sol y la Luna. Allí, en sus islas, se decía que habitaban los
espíritus de los antepasados. Pero los purépechas no sabían aún en qué punto
exacto levantar sus templos.
Fue entonces cuando
aparecieron los tzintzuni (los colibríes). Miles de ellos volaron sobre la
orilla del lago, y su vuelo era tan rápido y brillante que parecía fuego en
movimiento. Los colibríes se posaban sobre un mismo lugar, una colina rodeado
de aguas y montañas. Los sabios interpretaron esto como una señal divina, los
dioses habían enviado a sus mensajeros para indicar dónde debía levantarse la
capital, los colibríes.
Ahí se construyeron las
yácatas, templos de piedra semicirculares que imitaban la forma del horizonte y
del cielo. Cada piedra puesta era un eco del batir de alas de los colibríes,
cada escalón era un camino hacia los dioses. Y así nació Tzintzuntzan, “el
lugar de los colibríes”.
Los colibríes siguieron siendo protectores
de la ciudad. Se decía que el alma de los guerreros muertos podía regresar en
forma de tzintzuni para beber el néctar de las flores y acompañar al Sol en su
camino. Por eso, cada vez que un colibrí pasaba rápidamente frente a los ojos
de un purépecha, no era un simple pájaro, era un mensaje divino, una chispa de
Curicaueri, un recordatorio de que el pueblo había nacido bajo la mirada de los
dioses.
Así, Tzintzuntzan se convirtió en el
corazón del reino, y cada colibrí que revoloteaba sobre sus templos recordaba
que los hombres y los dioses compartían un mismo destino, vivir, morir y
renacer eternamente en el ciclo de la naturaleza.
Cuentan las crónicas que
en sus buenos tiempos, quién visitaba la ciudad quedaba maravillado, por el
hermoso brillo del agua cristalina del lago junto al gran palacio, las Yacatas,
y el resplandor de la gente, todo esto los dejaba con tal fulgor que parecían
haber presenciado el mismo cielo del cosmos. Todo esto se lo contaba una abuela
a su nieta. Una abuela de las de antes, de esas que preparaban un delicioso
tarhícu, atole hecho a base de maíz, espeso, a veces con chile o hierbas, que
se daba caliente en jícaras, que te acariciaba con cariño y amor; era de esas
abuelas que sus palabras te abrazaban, y sus abrazos te curaban. De esas que
eran vistas como consejeras y maestras, que parecían saber más que los mismos
dioses. Conocían remedios de plantas medicinales y eran parteras en muchos
pueblos, sabían interpretar los ciclos de la Luna para orientar siembras,
partos y rituales. Que con su simple hablar parecían solucionar lo
insolucionable. Que eran consideradas más cercanas a los dioses, y
representaban a Cuerauáperi, la madre creadora, y eran vistas como madres del
pueblo, portadoras de continuidad cultural. Que con tan solo su presencia
imponían respeto. Qué su piel y su rostro eran vistos como “mapas del tiempo”,
llenos de arrugas que simbolizaban experiencia y fortaleza. El nombre de está
abuela era Naná Cutzi.
Naná Cutzi iba siempre
vestida con huipiles de algodón o lana, oscuros o sencillos, aunque decorados
con símbolos bordados. Llevaba el cabello largo, muchas veces trenzado con
listones o recogido en moños. Caminaba con bastones de madera, a veces tallados
con figuras animales. Se encargaba de enseñar a su nieta oficios como el
tejido, la preparación de alimentos, el cuidado del fuego y los rituales
domésticos. En el pueblo, era ella quien organizaba las festividades,
recordando fechas agrícolas y rituales. En este reino existió una princesa, con
la valentía de un águila real, el corazón ligero, como un colibrí, la agilidad
del venado, y la belleza única de la mariposa monarca. Decía que parecía
tallada por los mismos dioses, ninguna otra mujer en el reino tenía tal
belleza. Su nombre era Eréndira.
Eréndira vivía en el
complejo palaciego, una hermosa e imponente construcción de piedra y adobe, con
salas amplias con techos de madera y palma. Era hija del Cazonci (gran señor),
Tangáxoan II. Era descendiente directo de la dinastía real de Tzintzuntzan,
capital del imperio purépecha. Heredó el trono tras una línea de Cazonci
poderosos que habían resistido al expansionismo mexica. Su nombre significa
“señor digno heredero del agua, reflejando su rol sagrado. Se le veía
majestuoso, con mantos bordados y penachos de plumas de quetzal y colibríes,
llevaba adornos de turquesa y cobre, símbolos de riqueza y poder. Como Cazonci,
se mostraba solemne, casi como una figura semidivina. Fue un líder prudente y
diplomático.
La princesa era su
primogénita y única hija, sin embargo no podía heredar el poder por ser mujer,
y a Tangáxoan II se le cuestionaba constantemente por esto, pero el sabía de
todo lo que ella era capaz, además de que le tenía un amor tan inmenso que
superaba al mismo cosmos, pero tampoco quería desafiar los roles de la
sociedad, por lo que prefería siempre evadir la pregunta.
Las mujeres de la sociedad purépecha desde
niñas aprendían a tejer mantas finas de algodón, símbolo de estatus, se les
enseñaba ceremonias domésticas, como mantener el fuego sagrado en casa, sabían
preparar banquetes rituales, no como cocina común, sino como parte de las
festividades de la nobleza. Además las princesas se formaban en cantos sagrados
y danzas ceremoniales que acompañaban a los sacerdotes en los templos, pues la
danza femenina estaba ligada a la fertilidad, la luna y la renovación de la
vida. También tenían instrucción en los mitos, dioses y rituales, aprendían a
interpretar sueños, señales del cielo y del agua, porque eran vistas como
intermediarias con lo divino. Se les enseñaba que el cosmos en tres grandes
planos; Arriba (el cielo), morada de los dioses, el Sol, la Luna y las
estrellas. Abajo (el inframundo), vinculado al agua, las cuevas y los muertos.
Y el mundo de en medio, donde vivían ellos, en equilibrio entre fuerzas
sagradas. Qué todo estaba unido por el fuego y el agua, elementos centrales de
su espiritualidad. En algunos casos, las mujeres podían servir como
sacerdotisas en templos dedicados a diosas como Xarátanga, la diosa lunar que
protegía a las mujeres y a la fertilidad.
A las hijas de los
Cazonci y de los nobles purépechas se les preparaba para alianzas matrimoniales
con otros señores, se les enseñaba oratoria, etiqueta y protocolo de la corte,
debían representar a su linaje con dignidad, gracia y autoridad. A Eréndira se
le enseñó todo esto, pero ella aspiraba a más, ella no quería ser “la esposa”,
ella quería ser “ella”, quería ser guerrera, Canzonci.
Un día Eréndira vió a
niños aprendiendo el arte de la guerra, y ella le preguntó a su padre: “¿por
qué yo no puedo hacer eso también?”, y su padre no encontró una explicación
lógica, por lo que permitió tener una educación guerrera: entrenamiento físico,
uso del arco, flechas, macanas y lanzas de cobre, se formó en disciplina,
estrategias de guerra y respeto a Curicaueri, dios del fuego y protector de los
guerreros.
La princesa tenía una
abuela, Naná Cutzi, sí, esa abuela que le contaba historias a su nieta, una
sabia más sabia que los sabios, además era dulce y tierna, y la alentaba, la
apoyaba, le decía que ella podía lograr todo lo que se propusiera, que para
ella no había límites. Eréndira la quería tanto, pero… una noche, inesperadamente,
enfermó gravemente, la princesa estaba tan triste, tenía tanto miedo que sentía
que el corazón se le salía, que el mundo se derrumbaba, se caía a pedazos.
Nadie supó de qué enfermo ni qué hacer, y murió. Eréndira estaba destruida, su
abuela era su guía, en quién más confiaba, su ser de luz, pero sabía que no se
podía venir abajo. Su abuela, antes de partir, la hizo prometer que alcanzaría
sus grandes sueños, que cumpliría sus metas, así la honraría, y eso, eso era lo
que Eréndira se propuso hacer. La tranquilizaba saber que el animu (alma) de su
abuela había viajado hacia un inframundo ligado al agua, pues lagos, ríos y
manantiales eran puertas hacia el más allá. El Lago de Pátzcuaro era
considerado un portal sagrado, ahí entraban y salían las almas. Morir no
significaba desaparecer, sino volver transformado, el alma podía renacer en
aves, mariposas, flores o luces del cielo. Por eso, la naturaleza estaba llena
de signos de los ancestros. La diosa Cuerauáperi, madre creadora, era también
señora de la vida y la muerte, ella decidía el destino de las almas y guardaba
el equilibrio entre lo que nace y lo que muere. La muerte era sagrada, no había
miedo, sino respeto. Su abuela fue enterrada con ofrendas de cobre, obsidiana,
mantas y comida para su viaje. El fuego ritual y los cantos la ayudaron a guiar
al alma hacia su destino. Al llegar las mariposas los purépechas celebraban la
visita de los difuntos, las mariposas monarca eran vistas como espíritus que
regresaban cada año desde ese inframundo. Por eso, ella sabía, que algún día,
su abuela volvería, como una mariposa monarca, para verla triunfar.
Con el pasar del tiempo, la princesa, se convirtió en una de las personas más instruidas, no solo de la sociedad purépecha, sino de todas las civilizaciones conocidas, pues muy pocas mujeres se formaban en la milicia, de hecho, prácticamente ninguna, por lo que ella pudó combinar lo mejor de ambos mundos, encontró el equilibrio perfecto en la dualidad que le permitió ser una persona sumamente inteligente y hábil para todo.
Eréndira era una joven de
gran belleza, con cabello largo y oscuro, ojos color café intenso y expresión
firme. Vestía con mantos de algodón finos, bordados con flores y aves, y
adornos de cobre y turquesa. Su presencia imponía respeto, era delicada como
una flor, pero con la fuerza del fuego de sus ancestros. Era valiente,
inteligente y decidida. A diferencia de otras princesas de su tiempo, no aceptó
quedarse como espectadora; buscó participar en la defensa de su pueblo. Su
espíritu combinaba rebeldía y liderazgo, cualidades poco comunes en mujeres de
la nobleza.
Al ser una mujer ejemplar, y además,
hermosa, la princesa tenía una fila inmensa de pretendientes, unos más
atractivos que otros, unos más ricos que otros, unos más poderosos que otros,
unos más instruidos que otros, unos con más valentía que otros. Pero todos le
traían los más exquisitos regalos; mantas finas, plumas de colores, joyas de
cobre u obsidiana, alimentos y, en ocasiones, animales. Estos obsequios no sólo
mostraban riqueza, sino también respeto y disposición a mantener a la princesa
con dignidad. Además, la princesa cantaba cuál gorrión en primavera, danzaba
cuál flor al rozarle el viento, todo esto lo debía mostrar en ceremonias
públicas, lo cual elevaba su valor simbólico, por lo que se decía que era la
mujer más codiciada en todas las tierras conocidas. Pero Eréndira no quería
casarse, no soportaba la idea de ser una mujer al servicio de un hombre, de ser
vista como una máquina de herederos, le aterrorizada, no la dejaba dormir, ella
quería pelear, honrar a su pueblo, a su gente, servirles, gobernarlos con
honradez, pero la sociedad no se lo permitía. La princesa era muy renuente y
rebelde, lo que al final terminaba ahuyentando a los pretendientes. Su padre sí
quería que se casara, pero la consentía tanto que le permitió todo.
Pronto llegaban rumores de que a habían
llegado a Mexicatzinco (Tenochtitlán para los purépechas, capital del Imperio
Mexica, uno de los más poderosos) unas criaturas que de arriba tenían cuerpo de
hombre, que parecía gigante, pero por abajo, parecían unos monstruos
inimaginables que ni las más temibles pesadillas de los sabios hubieran soñado.
Contaban las malas lenguas que parecían venados gigantes con dos cabezas, que
su torso estaba hecho de una piedra alucinante, que lanzaban truenos y rayos, y
que venían de otro mundo. No se sabía si todo esto era cierto o mentira, pero
lo que sí se sabía es que pronto se avecinaba su llegada a Tzintzuntzan.
Los petámuti (sabios) estaban
aterrorizados, no podrían dormir, no le encontraban una explicación lógica a su
llegada; “¿eran dioses, enviados de Curicaueri, o demonios del inframundo?”,
pensaban; lo único que sabían es que estos seres traían caos, habían destruido
la ciudad más importante de uno de los imperios más poderosos, un imperio que
aún así no los había podido vencer a ellos, eso significaba solo una cosa, que
se avecinaba la destrucción de su imperio también. Ellos no querían eso para su
reino, así que, a falta de conocimiento, le aconsejaron al Cazonci que prepará
su ejército, que estuvieran listos para lo peor.
El Cazonci ordenó que se
prepararán guerreros y se desplegaran defensas en las fronteras, aunque sin
certeza de lo que se iban a enfrentar. Eréndira al enterarse de todo esto
quería ayudar, pero su padre, por temor a perderla, la mandó esconder en lo más
profundo del bosque, y ella, aunque, al inicio renegada, finalmente aceptó. La
princesa, escondida en lo más profundo del bosque, y con la única compañía de
un guerrero que no hablaba, y era más silencioso que nada; estaba tan
angustiada y a la vez aburrida, que lo único que podía hacer era pedirle ayuda
a los dioses, así que fue lo que hizo. Aplicó todos los conocimientos que le
habían ensañado durante toda su vida. La diosa Xarátanga era protectora de la
luna, la fertilidad y el agua; la princesa le empezó a cantar durante la noche
y a danzar circularmente en honor a la Luna llena, pidiéndole que la Luna
protegiera a su gente.
Había encontrado un
pequeño escondite que la llevaba al Lago de Pátzcuaro, que era visto como un
portal al mundo espiritual, donde las princesas purépechas arrojaban flores,
guirnaldas y figuras de mariposas al agua como ofrendas, así como también
encendían velas o antorchas en pequeñas canoas, pidiendo equilibrio entre el
agua y el sol; ella hizo lo mismo con un pequeño ramo de dalhias, que eran
símbolo de belleza y vida, este pequeño ramo lo había encontrado por ahí,
parecía perfecto, como si estuviera hecho a la medida; con esto, ella pidió que
su reino encontrara equilibrio. Aunque el fuego eterno del dios Curicaueri era
cuidado por sacerdotes, las princesas mantenían en casa el fuego noble, que
representaba la vida de su linaje, encendían el fuego en festividades y lo
alimentaban con maderas aromáticas, como pino y copal, para pedir fuerza y
protección a los dioses; ella encendió una pequeña fogata para pedir lo mismo.
Pasaron los días,
Eréndira hizo todo para que su pueblo saliera victorioso, pero no tenía ninguna
noticia, ni buena, ni mala, eso la mortificaba más, no saber lo que pasaba. Un
día iba caminando, recolectando flores para sus rituales, cuando… ¡PUM! Se
escuchó un estruendo, Eréndira había chocado contra un hombre, pero no era
cualquier hombre, tenía esa piel que decían estaba hecha de una piedra
alucinante, ese tamaño cual gigante, pero no lanzaba rayos ni truenos, ni
parecía venado de dos cabezas, tenían piernas como ella, aunque también, de esa
misma piel. Eréndira no comprendía lo que estaba viendo, era algo extraño para
ella, algo que jamás se hubiera imaginado. Además el hombre tenía una ojos que
parecían dos jades azules, con tal brillo que asimilaban al agua cristalina del
lago; así como también el cabello de un color que parecía oro, y la cara cual
pedazo de cielo perfectamente hecho. La princesa estaba asombrada, pero no solo
asombrada, encantada, no se entendía a sí misma, jamás había sentido algo así,
era como si las preciosas mariposas monarca volaran dentro de ella, como si el
estómago se le revolviera, sentía que su corazón latía tanto que ni en sus más
exhaustos entrenamientos había experimentando tal cosa. Sí, se había enamorado,
a primera vista.
Eréndira, a pesar de
tener tantos pretendientes, y unos no tan malos, jamás había sentido nada
parecido, y menos por una criatura de la cual jamás había visto nada parecido,
que además presagiaban traería horrores a su reino. Se sentía rara, un poco
culpable, no podía sentir eso, lo que más amaba en este mundo era su reino, no
se podía permitir sentir algo por alguien que estaba a punto de destruirlo,
pero no podía contarlo, era algo inexplicable.
El hombre le habló en un idioma extraño, ella no entendía nada, trataba de hacer señas para poder comprenderlo, así es como descifró que el ser le contaba que se dirigía a tomar agua del lago, además de que le preguntó sí se encontraba bien por el golpe, a lo que ella respondió asintiendo con la cabeza. La piel de piedra se había abollado, como lo hace el metal con un golpe, entonces el hombre se la quitó, ella se asombró, no sabía lo que estaba viendo, todo lo que le había contado le revoloteaba por la cabeza, como pajaritos en un día bello; no asimilaba si la criatura se había quitado su piel o solo era un recubrimiento, como los ichcahuipilli (armadura de algodón acolchada) que usan los guerreros. Cuando él se quitó la “piel”, se dejó ver que debajo traía una tela, como un tilmápli (manta o capa que se cruzaba en el pecho y se anudaba en el hombro). Ella finalmente captó que no se había quitado la “piel”, sino simplemente un recubrimiento, y que debajo traía otro de tela. Entonces se dio cuenta que tal vez esta criatura no era un ser de otro mundo, simplemente un ser como ella, pero diferente, aunque aún tenía sus dudas, porque no había visto a nadie como él antes.
A pesar de que Eréndira
le había dicho que estaba bien, el hombre se percató de que tenía una pequeña
herida en en su frente, causada por el choque, así que intentó tocarla para
ayudarla, pero ello pensó que él quería hacerle daño y no lo permitió, entonces
salió corriendo.
La princesa al volver con el guerrero que
la acompañaba le contó todo lo que había visto y que tenía que ir a decírselos
a todo el resto del pueblo, pero este no se lo permitió.
Pronto llegaba un ejército de criaturas
como aquel hombre que Eréndira se encontró en el bosque, al reino, pero con la
diferencia que está vez sí se veían como narraban las historias; arriba tenían
cuerpo de hombre, que parecía gigante, pero por abajo, parecían unos mounstros
inimaginables que ni las más temibles pesadillas de los sabios hubieran soñado,
parecían venados gigantes con dos cabezas, que su torso asimilaba a una piedra
alucinante
Los petámuti, tras darle más vueltas,
después del consejo que ya le había dado al Cazonci, recapacitaron, y
decidieron que era mejor negociar, así que prepararon una serie de ofrendas en
son de paz para obsequiárselas a los invasores.
Cuando llegaron al reino,
el Cazonci los recibió en la frontera del mismo y los acompañó a su palacio,
donde, al llegar, bajaron de esos mounstrous gigantes, entonces se dieron que
no estaban fusionandos, que eran criaturas separadas, que los gigantes se
montaban en los venados. Todos quedaron azorados, no entendían como es que
podían haber dominado venados, claro, es más fácil si no tiene cuernos, se
preguntaban si acaso la clave de su éxito con esto es habérselos cortado, o así
eran, aún así creía que eran una gran hazaña, montar criaturas tan grandes.
Tangáxoan II los lleno de
oro y tributos para intentar asegurar la paz. Los gigantes, al ver el oro, les
brillaron los ojos que parecían tener el brillo de misma oro, una piedra tan
codiciada en su mundo, que al verla en abundancia en la ofrenda no se
resistieron y quisieron más. Su codicía era tal que parecía ser del tamaño del
mismo cosmos. Los hombres se asentaron en el reino, el Cazonci quería paz, por
lo que se los permitió, ante esto mandó traer a su hija de vuelta. Eréndira
estaba feliz de estar de vuelta con su gente, pero confundida por lo que
presenciaba. Los que algunas vez llamaron monstruos invasores promesa de
destrucción, ahora convivían en “armonía” con su pueblo. Parecía armonía, pero
realmente no lo era, estos hombres se sentían superiores, además de que siempre
buscarán su beneficio propio. Tangáxoan II los seguía llenando de joyas
preciosas, intentando mantener un equilibrio perfecto de la paz, pero a los
hombres no les bastaba, ellos querían más y más, por lo que empezaron a crear
minas para obtener el suyo propio, además de que los purépechas comenzaron a
trabajar con ellos para obtenerlo, pero los seres abusaron de ellos, y los
comenzaron a sobreexplotar. Además, una vez establecidos, los invasores
empezaron a exigir tributos desmedidos en oro y recursos. Usaron la división interna
de la nobleza para mantener el control, favoreciendo a unos linajes y
castigando a otros. Esto debilitó la unidad militar purépecha sin que hubiera
una gran batalla frontal. Su hambre de oro y poder parecía insaciable.
Un día, caminando por el mercado, donde la gente no solo iba a hacer sus mandados, sino también a parlotear, a socializar; Eréndira volvió a encontrarse con aquel hombre que vió en el bosque, no estaba segura si era él. Él, al verla, se sorprendió, y de inmediato se acercó a ella, en ese instante la princesa comprobó que en efecto si era él. Eréndira volvió a sentir lo que aquella vez, pero a la vez un nerviosismo muy extraño, estaba presente ahí en el mercado toda la gente que la conocía, y ella no estaba segura si era correcta que estuviera cerca de ese hombre, no sabía si la estaban juzgando. Después de verse por unos segundos, a Eréndira le entraron estos pensamientos, y salió corriendo; al hacerlo él la siguió, así que ella siguió corriendo, y justo cuando estaba a punto de caer al lago... ¡PAM! Él la sostuvo, estaba ella en sus brazos, sintiendo mil emociones a la vez. Lo vió a la cara, nuevamente por unos segundos, y luego se bajó. Corrió una vez más, está vez al palacio, donde se recostó y lloró. Seguía sintiendo inseguridad por sus sentimientos, seguí sin saber si estos eran correctos, si estaban bien. Tampoco sabía porque aquel hombre la había salvado, porque la había perseguido. Se comenzó a preguntar si el hombre sentía lo mismo, si los hombres sienten tales cosas. Toda su vida le enseñaron que el matrimonio era alianzas comerciales, por permitirle a tu pueblo protección, paz, fortaleza; no por, “eso”, eso que sentía, “¿la gente se casa por eso?”, “¿cómo me voy a casar con alguien de otro mundo que nunca antes habíamos sabido de su existencia?”, pensó. Eréndira un día soleado se encontraba en un manantial haciendo un ritual de baño purificador dedicado a Xarátanga. Estos rituales los realizaban sobre todo mujeres jóvenes en edad de casarse o parejas antes del matrimonio. El agua se mezclaba con hierbas sagradas como pericón y copal para limpiar cuerpo y espíritu. Ella lo que quería era aclarar sus ideas, le pedía a Xarátanga que la guiara por el mejor camino en relación al hombre. Entonces, este apareció, estaba persiguiendo a su venado que se había escapado, ella no sabía si era una señal o algo parecido. Cuando el hombre atrapó el venado, lo calmo, y después de lo logró, se acercó a ella, ella está vez no fue tan renuente. Ambos trataron de hablar en sus dialectos, pero no lo lograron, así que se comunicaron con señas torpemente. Él, de está manera, la invitó a verse ahí esa misma noche, ella aceptó.
Anocheció, el cielo se
cubrió de una manto de estrellas, la Luna parecía tener brillo propio, y el
bosque estaba lleno de velas a la orilla del lago, donde había una canoa en la
que Sebastián Montenegro la esperaba, ese era su nombre, se lo dijo tras
subirla cuidadosamente a la canoa tomándole la mano de una forma tan delicada
que parecía estar tocando una flor, que por cierto, también le regaló. Ella le
dijo su nombre también, Eréndira. Tras esto, Sebastián comenzó a navegar hacía
una isla en medio del lago, Janitzio, ahí había preparado una cena muy
especial. Al llegar, la bajó, nuevamente de forma cuidadosa, y la llevó hacía
una manta colocado en pasto, encima tenía una vela, y había servido en Platón,
pescado blanco y venado acompañados con tortillas y salsas de chile, también
había un espumoso chocolate de cacao, mezclado con agua, miel, maíz o chile,
servido en jícaras. Estos eran platillos de la nobleza purépecha, ya que, por
ejemplo, el caco no se cultivaba en la región, por lo que se traía de muy
lejos, y era algo muy especial. Ella estaba muy desconcertada, no sabía si
estos platillos eran parte de la dieta de él también, o era solo un gesto para
impresionarla, también se preguntaba si él los había preparado o quién lo había
hecho, si tenía dotes culinarios. Ambos se recostaron en el pasto, cada uno del
lado de su plato correspondiente, uno frente al otro, separados por el calor de
la vela. Eréndira le contó a Sebastián sobre las constelaciones del cielo,
señalándoselas y diciéndole sus nombres. El cielo era visto como un manto donde
vivían los dioses. La Vía Láctea era considerada un camino de las almas, donde
viajaban los muertos hacia el mundo espiritual. Orión estaba relacionada con
guerreros o cazadores; en algunos cantares se alude a un “hombre estrellado”
que guía en la noche. El Venado celeste era un animal sagrado, tenía su reflejo
en las estrellas. Las Pléyades marcaban ciclos agrícolas; cuando desaparecían
del cielo al amanecer, era tiempo de preparar la siembra. Sus constelaciones
servían para marcar los ciclos de siembra y cosecha, así como también ayudaban
en la navegación nocturna por el Lago de Pátzcuaro. Esa noche el cielo se veía
más precioso que nunca, Eréndira estaba tan agradecida con Xarántanga por la
noche tan estrellada y brillante que les había regalado. Sebastián quedó
asombrado por el conocimiento de la princesa, él intentó contarle sobre cómo
las estrellas los guiaron desde mundo hasta llegar ahí. Sebastián no lograba
comunicarse bien con ella, lo hacía con mucha torpeza, por lo que a ella le
causó mucha gracia, y a él también de lo ridículo que se veía. Hubo un momento
de silencio, ninguno de los dos sabía qué hacer, era como si el aire que
respiraban en ese momento fuera diferente, como si hubiera una cierta esencia
que, bueno, los hiciera sentir algo inexplicable. En ninguna de las dos
culturas se veía bien… ¡BAM! Pasó, ninguno de los dos sabía cómo, pero se
habían… ¡BESADO! Un beso tan exquisito que era como si hubiera probado un
pedazo del cielo, un beso que no paró de inmediato, que parecía tan infinito
como las estrellas. Y sí, no estaba bien, pero había sido tan, tan mágico, que
ninguno de los dos se arrepentía.
Pasaron los días, y
comenzaron a pasar varios días juntos, se empezaron a comprender, sus idiomas
ya no eran ajenos, como su presencia, era como si toda la vida hubieran estado
ahí. Sebastián le empezó a contar a Eréndira que realmente no venía de otro
mundo, sino de una tierra muy lejana a la suya, que querían llegar a un lugar
llamado “India”, pero en cambió llegaron a “América”, así era como en honor de
un señor llamado Américo Vespucio, otro llamado Martin Waldseemüller le había
puesto a todo su “continente”, una gran extensión de tierra, en la que, según,
vivían pueblos como el de ella. En su tierra, llamada “España”, en el
“continente” de “Europa” todo era muy diferente, la gente hablaba el mismo
idioma que él, tenían esos “venados” sin cuernos, que realmente se llamaban
“caballos”, y otros animales parecidos llamadas “vacas” que daban un líquido
blando que bebían llamado “leche”. Qué sus alimentos no estaban hechos en su
mayoría de maíz, sino de trigo. Qué ellos creían en un solo Dios, y no en
varios, al que le rendían culto en “parroquias” y no en centros ceremoniales,
donde no hacían ritos como de ellos, sino que tenían “misas”, donde un sabio
sacerdote llamado “padre” contaba la historia de un hombre llamado
“Jesucristo”, hijo y misma escencia que su padre, su Dios, que dió su vida por
salvar a la humanidad del mal, y lo veneraban. Qué vestían telas como las de
él, y los guerreros usaban armamentos como los de él. Qué sus palacios eran
diferentes, llenos de oro y opulencia. Qué sus reyes vestían ropajes adornados
de joyas preciosas, Que se movían en unas cuevas grandes hechas de madera
tiradas por caballos llamados “carruajes”. Todo esto a Eréndira le parecía
fascinante, pero a la vez extraño, estaba muy confundida, soñaba maravilloso y
a la vez aterrador. Qué eran humanos, como ella, y no monstruos gigantes.
También le contó de los planes que tenía su gente, los “españoles”, para su
reino. Su padre, Carlos Montenegro, teniente, era amigo cercano de Cristóbal de
Olid, capitán de la tropa, su líder. Carlos era un hombre muy rico, era el
dueño de gran parte de las minas de la zona, pero él quería más, quería
controlar Tzintzuntzan, en nombre de su rey. Esto no solo lo quería él, lo
quería toda su gente, ya no les bastaba con las ofrendas del Cazonci, ni con el
oro de las minas, ni con las sobreexplotación de los purépechas, querían que
además ese reino fuera suyo, que los purépechas no estuvieran por encima de
los, ni en igualdad, que estuvieran por debajo, pues creían que eran inferiores,
menos desarrollados, y es que ellos no tenían esos truenos y rayos brillantes,
que realmente eran flechas de metal, ni tampoco armaduras pesadas, mucho menos
cañones ni pistolas, que después descubrirían que son. Así que iban a pelear, a
pelear por lo que creían que les pertenecía, iniciarían una guerra.
Una noche, en las que
Sebastián le contaba esto a Eréndira, Carlos lo vió, él sabía que se veía con
ella, pero pensaba que era una aventura, no que se estaba enamorando, ni mucho
menos que le estaba contando sus planes. Carlos, furioso al enterarse que
Eréndira ya sabía todo y que le arruinaría las cosas, se llevó a Sebastián con
él, y le advirtió a la princesa que su pueblo caería.
Esa misma noche, Carlos reprendió a
Sebastián, lo golpeó de una manera brutal con un látigo hecho de tiras de cuero
trenzado, con nudos y puntas endurecidas, además de que previamente lo había
calentado. Al finalizar le advirtió que nunca más en su vida podía volver a ver
a esa “india”. Sebastián sentía un dolor inimaginable, jamás había
experimentado tal cosa, era horrible, pero amaba tanto a Eréndira que no iba a
permitir que ni el dolor ni su padre lo detuvieran de estar con ella y de
salvar a su pueblo, que a él le había dando tanto, por lo que realmente estaba
agradecido con ellos.
Un día estruendoso, donde
el cielo no se veía hermoso, sino que parecía presagiar horrores, parecía un
mar de sangre; llegó un hombre, un hombre aún más feroz que Carlos y Cristóbal,
un hombre que ni tenía perdón, insaciable de poder y de oro, un hombre cruel,
Nuño de Guzmán, presidente de la Primera Audiencia de México y jefe de la
expedición a occidente. Este señor era lo peor que le pudó haber pasado a los
purépechas, y si creían que estaban mal, con él iba a estar peor. De inmediato
tomó el control de las tropas españolas, pues tenía un cargó aún más importante
que Cristóbal y Carlos, además de que los consideraba “inferiores” a él, y que
sus acciones con los purépechas habían sido “blandas”. Comenzó a ahorcar,
azotar y mutilar nobles purépechas, esto para mostrarle a la gente que quién
tenía el control era él, y no esos “animales”, era lo que pensaba. Ante esto
los purépechas comenzaron a mostrar resistencia pasiva.
Una tarde, Tangáxoan II invitó a Guzmán al
palacio. Ahí lo recibió con los más espléndidos regalos y ofrendas, en señal de
respeto, intentando negociar una paz. No se supó si fueron los traductores,
pues el Cazonci aún no dominaba el español, o tal vez realmente el mensaje,
pero Nuno interpretó que lo que quería Tangáxoan II no era la paz, sino seguir
conservando su poder sobre el reino. Nuno acusó a Tangáxoan II de ocultar oro,
planear rebeliones y no ser leal al rey de España, rey que a su llegada le dijo
que venía en nombre de él. Todo esto era falso, pues las ofrendas que entregó
Tangáxoan II también iban dirigidas a su rey, con el fin de evitar la guerra y
la destrucción, pero eso no le evitó esa p estruendosa pelea en el palacio
firmaría su pena de muerte.
Tiempo después, Tangáxoan
II fue capturado con la justificación de las acusaciones de Guzmán, lo
desnudaron, lo encadenaron y lo expusieron a humillaciones públicas. Fue
desgarrado y ejecutado cruelmente con perros de guerra, para finalmente ser
quemado en la hoguera. Todo esto lo vió todo el pueblo, pero sobre todo una
persona, Eréndira. Esa noche el cielo no estaba estrellado, la Luna no parecía
tener brillo propio, todo se sentía desolado y vacío, en la tierra sagrada
ardía en llamas el cuerpo de su padre. Eréndira lloró como nunca, parecía que
con sus lágrimas llenaba el lago. Su padre había muerto, su guía, el ser al que
más amaba en este mundo, su todo. La princesa, o tal vez ya no tan princesa,
creyó que era fin de su pueblo, que ya no había más, que caería una depresión
de la que no se levantaría nunca más. Pero esa misma noche una mariposa monarca
se paró sobre su hombro Se creía que las mariposas monarca eran las almas de
los muertos que regresaban cada año. Como su llegada coincidía con la época de
la cosecha y las celebraciones de los difuntos (finales de octubre y principios
de noviembre), las mariposas eran vistas como espíritus que volvían a visitar a
sus familias. Su migración desde el norte era interpretada como un viaje
sagrado guiado por el sol. Representaban la conexión entre el mundo de los
vivos y el inframundo acuático. Los sacerdotes (petámutis) podían ver en ellas
señales de los dioses sobre los ciclos de vida y muerte, así que ella creyó que
no podría hacerlo. Pero era como si la mariposa le hubiera hablado, como si le
hubiera dicho lo que tenía que hacer. La mariposa era el espíritu de su abuela,
Naná Cutzi, que le decía que no podía rendirse, tenía que proteger a su pueblo,
de la crueldad, de los malos tratos de la tortura, del dominio de esos
monstruos, porque sí, eran unos monstruos por lo que le habían hecho a su
padre, tenía que salvar a Tzintzuntzan.
Mientra Eréndira sufría,
tras la muerte del Cazonci, la región quedó vuelnerable, y se inmediato Nuno de
Guzmán inició la encomienda forzada, donde le asignó a comunidades enteras,
encomenderos, obligando a trabajar sin paga o con tributos excesivos. E
implementó tributos excesivos, a lo que si una comunidad no entregaba oro o
alimentos, se intensificaban las cargas hasta el hambre y la muerte. Así mismo,
los españoles comenzaron a destruir ídolos, templos (yácatas) y objetos
rituales para erradicar la religión indígenas, porque veían en ellos
“idolatría”. Las yácatas de Tzintzuntzan fueron parcialmente desmanteladas, sus
piedras sirvieron como material de construcción para levantar las primeras
iglesias y conventos cristianos. La lógica era simbólica, edificar las nuevas
iglesias sobre o junto a los antiguos templos mostraba que Cristo y la Virgen
habían vencido a los dioses antiguos. Las fiestas indígenas fueron
transformadas en fiestas católicas, como los rituales a los difuntos que se
sustituyeron por el Día de Todos Santos. Llegaron más hombres como estos
invasores, se hacían llamar “misioneros”, primero “franciscanos”, y luego
“agustinos”, que buscaban sustituir el culto a Curicaueri, Xarátanga y Cuerauáperi
por el de Cristo, la Virgen y los santos, a quiénes ellos veneraban. En algunos
casos, los sacerdotes obligaban a los indígenas a participar en la destrucción
de sus propios templos, como acto de sumisión. La ejecución del gran señor no
provocó una gran rebelión, sino temor y sumisión forzada. Fue el final del
Iréchecua Tzintzuntzani (reino purépecha), o al menos eso parecía. Hubi algunos
que intentaron rebelarse, pero Guzmán expropiaba sus tierras a caciques como
castigo por intentar hacer eso.
Eréndira no soportaba ver
como su pueblo caía en la desgracia y comenzaba a morir lentamente, era como si
todo se hubiera apagado, como si el Lago de Pátzcuaro ya no brilla, como si el
fuego se hubiera consumido, como si ya no hubiera estrellas en el cielo, como
si la vida dejará de ser bella, como si el reino hubiera perdido su belleza,
como si el oro se hubiera oxidado, como si la gente hubiera perdido su
escencia. Todo parecía gris y feo, era como si todos ya se hubieran rendido
sumidos ante el dominio de los españoles, si hubieran tirado todo por la borda.
Un reino guerrero, fuerte, próspero, ahora era una simple extensión de otro
reino, uno más del montón. Ella no soportaba ver como su pueblo se desplomaba
en la tragedia, y decidió actuar. Ella no se iba a quedar con los brazos
cruzados, ella no estaba dispuesta a vivir así el resto de su vida, y mucho
menos a que los purépechas vivieran así. Así que comenzó a hacer un plan para
lograr derrotar a los conquistadores.
Reuniría a los jóvenes
guerreros que aún recordaban el poder del reino. Haría un llamado a los
antiguos capitanes de frontera, los que habían combatido contra los mexicas y
conocían la guerra. Capturaría a los caballos y las armas de los españoles,
durante la noche enseñando a su gente a usarlos, así, no se enfrentarían solo
con macanas y flechas, sino con la misma fuerza que los conquistadores usaban
para intimidarlos. Usarían las montañas, los bosques y los lagos como
fortaleza. El Lago de Pátzcuaro sería su refugio, desde canoas podrían atacar sorpresivamente
y luego desaparecer en la niebla. Las yácatas destruidas se transformarían en
trincheras y puestos de vigía. Haría rituales secretos con sacerdotes y
ancianas para revivir el fuego sagrado de Curicaueri, mostrando a su pueblo que
los dioses no habían muerto.
Eréndira intentó que su gente se
resistiera, que se revelara no iba a permitir que esos invasores destruyeran lo
que ella tanto había amado durante toda su vida. Así que, una noche, en medio
del bosque, reunió a todo su pueblo, y les contó su plan. Ella esperaba una
gran respuesta por parte de su gente, entusiasmo por defender lo que les
pertenece, pero no, fue todo lo contrario, la gente mostró una apatía inmensa
que parecía incurable, le tenían tanto miedo a los españoles, que preferían
seguir viviendo en el horror. Eréndira en su desesperación les comenzó a narrar
las historias que le contaba su abuela. Les recordó que “el lago aún tiene
memoria”, “el fuego eterno aún arde en nuestros corazones”, “los dioses no nos
han abandonado, nosotros abandonamos la lucha”. Uso los símbolos como la
mariposa monarca para recordarle a su gente que los ancestros estaban con
ellos. No prometía oro, sino honor y libertad, luchar por los ancestros y por
el fuego sagrado de Curicaueri. Tras terminar de habló un silencio enorme,
Eréndira sintió tanto miedo de que su pueblo no aceptará, ya no sabía qué más
hacer. Pero entonces, entre la gente se escuchó una voz, una voz familiar,
alguien que ella conocía, una voz extranjera, Sebastián. Sebastián la apoyó, a
pesar de ser su gente a la que querían derrotar, estaba con los purépechas,
porque sabía el terror que estaban sufriendo. Todos quedaron asorados, no
entendían lo que estaban presenciando, uno de los que los estaban torturando,
¿apoyándolos? Y además, conocido de Eréndira, eso era una total sorpresa para
ellos. Y tras el, hablar, volvió a inundarse el lugar de un silencio enorme,
pero entonces, empezaron a hablar, los guerreros, los sabios, las sacerdotes, y
toda la gente comenzó apoyar a Eréndira, que más que una simple guerrera, sería
una líder, espiritual y política. No solo lucharía con armas, sino con palabras
y símbolos, con la memoria de un gran señorío, por defender lo que era suyo.
Eréndira pronunció un discurso inspirador, que los motivó a luchar, y tras
esto, todos aplaudieron, aludieron la valentía de una chica, una chica que ahora
era su líder.
Eréndira buscó contacto con comunidades
rebeldes del occidente y del Bajío, que también sufrían la conquista. Incluso
intentó unir fuerzas con antiguos enemigos (otomíes ynahuas rebeldes), bajo la
bandera común de la liberación del dominio español. Pero no recibió una
respuesta positiva por parte de todos, algunos por miedo, otros por rencor.
Algunos otros si la apoyaron, así iniciaría su plan.
Mientras los españoles
dormían, una noche, se aventuró a capturar a los caballos y las armas de los españoles,
así, no se enfrentarían solo con macanas y flechas, sino con la misma fuerza
que los conquistadores usaban para intimidarlos. El plan era enseñarle a su
gente a usarlos, pero… ¡BOM! Se escuchó un estruendo… Eran ellos, los
españoles, que de inmediato comenzaron a perseguirla, ella, sin saber cómo, se
montó en un cabello, algó que ni ella, ni nadie de su gente nunca antes había
hecho, trató de ser más rápida, y al mismo tiempo guiar a todos los caballos,
hasta el bosque, donde su pueblo la esperará, pues usarían las montañas, los
bosques y los lagos como fortaleza; esto sin que la capturarán, tratando de
perderles el rastro. Finalmente lo logró.
Eréndira les dió las armas a su pueblo,
pero ya no había tiempo para enseñarles a usarlas, pues los conquistadores, si
bien no sabían de todo su plan, ya la habían descubierto, y estaban enterados
de que tramaba algo. La mañana estaba cubierta por la neblina del Lago de
Pátzcuaro. Las yácatas destruidas, que originalmente se iban a transformar en
trincheras y puestos de vigía, sí se convirtieron en puestos de vigía, pero de
los invasores. Así que tuvieron que cambiar la estrategia, todos comenzaron a
montar los caballos, seres extraños de los apenas sabían siquiera su nombre, y
a usar armas que nunca habían usado. Avanzaron hacía la ciudad, los guerreros
purépechas, que estaban pintados con franjas rojas y negras, sosteniendo sus
arcos, macanas y lanzas con puntas de obsidiana y cobre. Al frente, ondeaban
estandartes con símbolos de Curicaueri, el dios del fuego, invocando su
protección. De pronto, un estruendo rompió el aire, los españoles ya los
esperaban, mismo que los emboscarón, y con armas que tenían en una reserva, los
comenzaron a atacar, y de inmediato inició una pelea. Eran pocos, pero su
presencia parecía multiplicarse por el brillo de las armaduras, los relinchos
de los caballos, de otro establo oculto que tenían, y los disparos de arcabuces
(armas de fuego). A su lado marchaban perros de guerra, con collares de púas, ladrando
ferozmente. El choque fue inmediato. Los purépechas lanzaron una lluvia de
flechas; algunas se clavaron en los escudos de madera de los españoles, otras
rebotaron contra el hierro. El eco del primer cañonazo hizo temblar a los más
jóvenes, nunca habían visto una fuerza que rugiera con fuego y humo. Los
capitanes purépechas ordenaron cerrar filas con sus rodelas (escudos
circulares) y avanzar. El choque cuerpo a cuerpo fue brutal, las macanas
destrozaban cascos de madera y huesos, mientras las espadas de acero españolas
partían escudos y carne como si fueran nada. El terror llegó cuando los
caballos montados por españoles cargaron, enormes y veloces, parecían criaturas
divinas. Algunos guerreros intentaron derribarlos lanzando lanzas a sus patas,
otros se abalanzaban sobre los jinetes para arrastrarlos al suelo. A pesar de
la valentía, la balanza se inclinaba. Cada disparo de arcabuz abría un hueco en
las filas, cada perro lanzado sobre un guerrero desgarraba la resistencia. El
humo, los gritos y el olor a pólvora llenaban el aire, mientras la tierra
sagrada se teñía de sangre. Sin embargo, no era solo un combate físico, para
los purépechas, era también una batalla espiritual. Los sacerdotes alzaban
brasas de Curicaueri y gritaban a los dioses, convencidos de que el fuego
eterno aún podía consumir a los invasores. A lo que los españoles respondieron
gritando: “herejes”. Y aunque muchos cayeron, la memoria de ese choque quedó
como símbolo de dignidad, los purépechas no se rindieron sin luchar. Haría
rituales secretos con sacerdotes y ancianas para revivir el fuego sagrado de
Curicaueri, mostrando a su pueblo que los dioses no habían muerto. Los
guerreros purépechas comenzaron a orillar la batalla hacía el Lago de
Pátzcuaro, donde esperaban pacientemente más guerreros en canoas a atacar
sorpresivamente, algo que comenzaron a hacer. Los españoles también tenían
balsas, pero no podían montar los caballos y al mismo tiempo navegar en la
balsa, así que, fue ahí cuando empezaron a perder la batalla.
De pronto, Sebastián, que
estaba del lado de los purépechas, se topó con su padre, Carlos, que lo vió con
un odio enorme, pues lo había traicionado y había desobedecido su orden de no
volver a ver a Eréndira, y para los españoles la traición significaba lo peor,
significaba pena de muerte, aún fuer cometida por tu familia, además de que
deshonraba tu apellido, por lo que Carlos Montenegro, con la furia que sentía,
se abalanzo sobre Sebastián, e inició una batalla, ambos con espadas, uno
contra el otro, lucha a muerte, lucha en la que Sebastián no quería participar,
el amaba mucho a su padre y jamás se perdonaría haberlo matado, y entonces…
Hubo una muerte, había caído un hombre, tras haber sido apuñalado por una
espada, murió Sebastián. Su padre, quedó impactado, a pesar de haberlo matado
él era su hijo, en cuanto lo vió, ahí, tirado, caído del cabello, sintió una
culpa inmensa. Eréndira al verlo, corrió hacía él, y se posó sobre su regazo,
llorando. Su llanto fue tan inmenso, que la pelea paró, y el pueblo se conmovió
por ella, así que comenzaron a cantar, a cantarle a Cuerauáperi, señora de la
vida y la muerte, para intentar que le devolviera la vida a Sebastián. De
pronto, los españoles comenzaron a cantar, en armonía, y Eréndira paró de
llorar. Volteó a ver a todos, y comenzó a cantar también, sonrió por un
momento, y luego, besó a Sebastián, esperando que la diosa escuchara sus
súplicas, y le devolviera la vida tras hacer este gesto. Pasaron unos minutos,
y Sebastián seguía con los ojos cerrados en el suelo, así que todos se callaron
y perdieron la esperanza. De pronto, se levantó, había revivido, era un
milagro, para los españoles, de Dios, para los purépechas, de Cuerauáperi. No
importaba, era un milagro. Todos los ahí presentes saltaron de alegría, se
abrazaron los unos con los otros, pero de inmediato se soltaron al darse cuenta
que se estaban abrazando purépechas y españoles, rivales, enemigos.
Eréndira y Sebastián se
montaron en sus caballos, ambos, juntos, pronunciaron un discurso, cada uno en
su idioma, ambos con el objetivo de lograr la paz, de poner fin a los abusos,
de que sus pueblos se unieran, sus culturas, que ya pelearan por creencias, ni
por diferencias, sino que obtuvieran lo mejor de ambos mundos, y así, lograron
un sincretismo, un sincretismo en perfecto equilibrio.
Todos aplaudieron,
estaban de acuerdo, menos una persona, Nuno de Guzmán, quien no iba a permitir
que su pueblo fuera “igual” que unos “animales”, gente sin armas de fuego, que
no tenía caballos, que no vestía imponentes armaduras, que no le eran leales a
Dios, “herejes”. Él se opuso, e hizo un llamado a sus compatriotas a que
también lo hicieran, algo que negaron, pues algunos confesaron tener romances
con purépechas, confesaron que les gustaba su cultura, que se sentían muy mal
por los maltratos, y que ya no querían seguir así. Esto provocó el exilio de
Guzmán, que fue desterrado, no solo de este reino, sino de toda “América”, y
devuelto a España.
Sebastián y Eréndira se besaron, y
entonces… Sebastián se arrodilló, y le propuso a la, ahora, Cazonci, que se
casarán. Ella no lo pensó mucho, y de inmediato aceptó.
Sí, ahora ella era
Cazonci, y es que el pueblo no podía permitir que sus arraigos les impideran
que quién demostró ser líder, quedara en las sombras. Los petámutis
(sacerdotes-sabios), consultaron los augurios y aprobaron su legitimidad.
¡ERÉNDIRA SE CONVIRTIÓ EN CANZONCI!
La heredera pasó por un
periodo exhaustivo de ayuno, abstinencia y rituales de purificación, en cuevas
y lugares sagrados. Llegó un día precioso, donde el Sol brillaba, el lago
relucía, las flores perfumaban, se sentía una escencia especial, la gentía
había vuelto a sonreír. Se bañó en agua de manantiales y se vestió con ropajes
blancos antes de la ceremonia. Se encendio el fuego de Curicaueri, dios del Sol
y de la guerra. este fuego eterno era el símbolo máximo de la soberanía
purépecha. La nueva Cazonci se acercó al fuego y lo recibió como señal de que
el dios lo aceptó como su representante. Recibió las insignias sagradas: Un
penacho de plumas finas (quetzal, colibrí, águila). Un sostén de turquesa y
cobre. Un cetro o bastón de mando, decorado con símbolos solares y de fuego.
Estas insignias la convertieron en señora y mediadora entre hombres y dioses.
Tras la ceremonia se realizaron cantares y danzas rituales en la plaza
principal. Los pueblos aliados y los capitanes de guerra, juraron lealtad a la
nueva señora. Hubo banquetes con pescado blanco, guajolote y atole, mostrando
abundancia y unión. Ese día, Eréndira vió algo, o alguien, o alguienes,
alguienes muy especiales, dos mariposas monarca, revoleteando junto a ella,
acompañadola, su padre y su abuela, Tangáxoan II y Nana Cutzi.
Mientras tanto, había un
barco en el Mar Atlántico camino a España, donde viajaba Nuño de Guzmán. Al
llegar, fue arrestado de inmediato, y encarcelado. Se le acusó de crueldad excesiva,
corrupción y abusos. Había sido uno de los hombres más temibles y crueles de
toda América y España. En Tzintzuntzan, los purépechas celebraban una alegría,
una felicidad inmensa, el casamiento de Sebastián Montenegro y Eréndira, Cazonci
de Tzintzuntzan. La Cazonci pasó por un periodo de purificación, con baños
rituales en manantiales y el lago. Se adornó con un huipil fino, collares de
turquesa y cobre, plumas de colibrí y flores. Los sacerdotes petámutis
dirigieron la ceremonia. El fuego sagrado de Curicaueri fue encendido para
bendecir la unión. Los novios compartieron maíz, agua y flores, símbolos de
fertilidad y abundancia. Se pidió a Xarátanga (luna, fertilidad) y a
Cuerauáperi (madre creadora) que garantizará descendencia. Tras el ritual, hubo
un gran banquete con pescado blanco del lago, guajolote, venado, tamales y
atoles con miel. Se organizaban danzas guerreras y cantos rituales, donde se
celebraba no solo la unión de dos personas, sino de dos linajes. Los invitados
entregaron regalos, mantas, plumas, semillas o cobre.
Entre los invitados apareció uno muy
peculiar, Carlos, que venía muy apenado a pedirle perdón a su hijo por lo que
le había hecho. Le deseaba la mejor de las suertes, y toda la felicidad del
mundo en su matrimonio, que tuvieran muchos hijos y prosperidad. Sebastián no
sabía cómo reaccionar, aún recordaba lo que hizo, y no era para él tan fácil
perdonarlo, lo había lastimado demasiado, así que se limitó a agradecerle,
desearle la mejor de las suertes y la felicidad para él también, pero alejado
de ellos. Con esto, Carlos se marchó
Una vez casados, se
mudaron al palacio, donde llegaría su “felices para siempre”, ¿o tal vez?







